lunes, mayo 31, 2004
Maravilloso, maravilloso, maravilloso (o lo que es lo mismo: gracias, gracias, gracias)
Maravilloso fin de semana, en compañía de los señores H.* Hacía tiempo que no me reía tanto, que no disfrutaba tanto y que no hablaba a tantas revoluciones por minuto. Vengo con las cuerdas vocales en estado de shock... Pero qué maravilla. Diviiiiiiiiiiiiino. Divine. Gorgeous! A los hechos me remito.
*[Gracias, mil gracias, queridos. Como siempre, me habéis mimado, cuidado, alimentado, llevado y besado de la mejor manera posible. También yo os beso a vosotros: ¡muuuuuuac! Sois divinos. Simply divine. Os adoro.]
El viernes, tras dejar atrás el Gólgota con su oscura procesión de figuras de cera —Putas nº 1, nº 2 y nº 3 en erupción—, me dirijo montada en el asiento de atrás de un taxi a Barajas con el tiempo justo de coger el avión, rumbo a Amsterdam. Porque Yo soy así. Si hay que ir a Stuttgart, ¿por qué hacerlo directamente cuando puedes dar un pequeño rodeo y pasearte por uno de los duty-frees más kitsch del planeta, delirante paraíso del zueco tallado y lacado en infinidad de colores (muchos de ellos, imposibles de encontrar en la Naturaleza)? Pues no, claro que no. Lo mejor es hacer un pequeño pic-nic en Amsterdam.
Primera parada: Amsterdam
Te bajas del avión (primera cerveza) y te encuentras con unas tumbonas de skay-polipiel granate que invitan a todo tipo de orgiásticos placeres. Pero no. Un aeropuerto internacional es un lugar tachonado de promesas, sobre todo para mí, que soy Mujer Internacional y también Mujer que Adora Las Promesas. Paso por el duty-free, pero me contengo, porque voy con el tiempo justo para hacer una excursión a las catacumbas.
Ay, las catacumbas de los aeropuertos. Cuánto cancaneo... (homosexual, básicamente —la pregunta es: ¿pero hay azafatos heterosexuales?; la pregunta es: ¿la palabra azafato y el afijo hetero se pueden conjugar en una misma frase sin que la tierra se abra a tu paso ni caiga el cielo sobre ti?—; pero, ay, cuando Una es una Mujer Como Yo, eso no supone un obstáculo insalvable, incluso los maricas son bienvenidos).
Al final, me olvido del cancaneo tras algunas llamadas de personajes divinos.
Personaje divino nº 1: el Gran Chambelán JA, que me llama desde Toulouse, para decirme que está al borde de un ictus a causa de los efebos que pueden contemplarse tirados, oferentes, sobre el césped del campus... "Nada que ver con Pamplona", apostilla. Me lo puedo figurar.
Personaje divino nº 2: la sapientísima, hilarantísima R., que me confirma que seguiremos juntas una esperemos que no demasiado larga temporada, cada una en su cruz respectiva, con vistas al Gólgota. Incluso ante una declaración tan dramática, la S & H R. y Yo no podemos evitar reírnos. Y es que R. es una de esas mujeres que, si no fuese porque los hombres me gustan al perder (expresión autóctona de La Ciudad Funeraria), me provocaría una crisis de fe de tipo Tijeritas. Pero no. Yo no soy nada, pero nada partidaria de la tijera. A mí, dame carne en barra. Mucha carne. Y mucha barra.
Segunda parada: Stuttgart
En fin, al final me monto en el avión correspondiente y llego a Stuttgart con un ligero retraso y un leve sabor metálico en la boca (¿tendrá algo que ver la botella de Cavernet Sauvignon chileno que me he tomado en el vuelo? Mmmmm, es posible). Me recogen los divinísimos S. y J., señores H., mis anfitriones. Nos abrazamos, nos besamos, nos abrazamos, nos volvemos a besar, empiezo a hablar (hasta hoy, prácticamente 48 horas ininterrumpidas de rucu-rucu-rucu-rucu-rucu...) y, Dios mediante, nos dirigimos a un delicioso biergarten situado en un parque en medio de la ciudad. Hemos quedado con una pareja encantadora. Ella toca la flauta travesesa (es música, no una lagarta) y él, el clarinete. O viceversa. No me enteré muy bien.
En una hora me he tomado dos cervezas (de litro) y me siento maravillosamente en paz conmigo misma, con Alemania, con el mundo. Incluso con las putas nº 1, nº 2 y nº 3. O sea. Estoy borracha. Como una cuba.
Salimos pitando del biergarten a una taberna con Mucho Sabor Local —ya sabéis lo que eso significa—, donde la pareja encantadora ha quedado con otros músicos, entre los que se encuentra un compatriota rumano, al que, en cuanto le echo la vista encima, siento unas ganas inenarrables de echar otra cosa bastante más agradable para ambos. Pero el músico rumano parece en principio bastante reticente. Una hora después no es reticente, sino abiertamente beligerante ante mi idea original. Es de esa clase de personas que no dan una buena imagen del patriotismo ni mucho menos de su país. Un rumano, y especialmente un rumano con Ese Culo, debería haber hecho de tripas corazón y haberse plegado a los deseos de una pobre principessa en el exilio... Ay, cuánto daño ha hecho la democracia a las Casas Reales de toda la vida (advenedizas, abstenerse; sobre todo, si sois adictas a las mechas y los implantes dentales).
En fin, en la taberna con MSL (Mucho Sabor Local) cayó, casi con toda probabilidad otro litro de cerveza (o tal vez más). De allí, tras la sabia baja de J., de quien debería tomar ejemplo, si no recuerdo mal —seguro que recuerdo mal; es más, casi ni recuerdo—, fuimos a una especie de bacanal absurda que alguien, dotado de un humor especialmente depravado, había denominado Fiesta Española. No era española. Ni desde luego era una fiesta. Era otra cosa. La palabra aquelarre, por ejemplo, se adapta bastante bien a lo que podía ser aquello: aquel sótano, aquella música, aquella gente (poca, gracias a Dios)...
Bueno, de allí S. y Yo nos fuimos, no sé cómo, a una discoteca aún más absurda, totalmente despoblada, donde nos perdíamos continuamente la Una de la Otra (yo, como siempre, soy La Otra). Allí, tras varios esfuerzos infructuosos por conseguir un gin-tonic —y colarnos en la puerta, claro, porque ni S. ni Yo somos de esa clase de mujer que paga, cuando pueden pagar otros—, recuerdo (fragmentariamente) una conversación bastante demencial con el Jefe de Sala, que, conforme iba desgranando elevados pensamientos en un lenguaje al parecer ininteligible para él, fue achinando los ojos hasta convertirlos en dos meras rendijas. Cuando supongo que se estaba planteando la posibilidad de invitarme, amablemente, a abandonar la sala, S. acudió en mi ayuda y nos dirigimos a otro antro. ¿A cuál? Eso no es problema cuando eres mujer de mundo. Y si algo somos S. y Yo es Mujeres de Mundo.
Tras preguntar a una simpática pandilla de adolescentes alemanes altos, rubios, sonrosados, de aspecto moderadamente limpio, a qué discoteca se dirigían y obtener una respuesta tan moderadamente limpia como su aspecto, les seguimos. En mala hora. Nos llevaron a una especie de Cueva del Terror llena de humos. Humo tóxico, no me cabe la menor duda. Allí, algo debió de sentarme mal, porque de pronto me sentí un poco mareada. Eso sí, S. y Yo bailamos entre los humos hasta que nuestro esqueleto lanzó un SOS en forma de agudos dolores en las articulaciones (en mi caso) y en el de S., en forma de pérdida de abalorios en sus absolutamente demasiado divinas —y cariiiiísimas— sandalias. Intenté conseguir un último gin-tonic, servido en una especie de vasito ideado para dejar la dentadura postiza en una noche de farra. Al final, cuando se me cayó (o lo tiraron, no sé), S. y Yo decidimos que ya era hora de regresar al hogar conyugal. Básicamente porque era de día y ni S. ni Yo podíamos sostenernos en (precario) pie. Cogimos un taxi —ay, me temo que en Alemania tampoco el gremio taxista sea especialmente fan de mi sentido del humor— y cuando llegamos a casa, me desplomé sobre la cama. Literalmente.
Unas horas después, J., recién descendido de una hornacina, nos preparó un desayuno reconstituyente a S. y a mí. Busqué mi cabeza entre las sábanas, pero había rodado hasta la terraza. Allí estaba, pudriéndose al sol. Un sol asesino. La cogí y me volví a la cama. Sí, Stuttgart, eres precioso, pero Yo no puedo con la vida. Tragué una hostia-Nolotil y me encomendé a Nuestra Señora de Todas las Depravaciones, que es súper infalible con la resaca.
Tercera parada: Rothenburg
Al final, tras una leve siesta, renovada, con un modeli espectacular que realza mi sensual pecho sin necesidad de tramposos adminículos o funestos rellenos —aunque estoy de acuerdo con Thelma Ritter en que la mujer moderna es un 60% natural y un 40% gomaespuma—, el matrimonio H. y Yo nos encaminamos a Rothenburg ob der Tauber, una ciudad medieval absolutamente divina, a una hora y media de Stuttgart.
Cuál no sería nuestra sorpresa cuando, al llegar, nos encontramos con que eran las fiestas medievales, que consisten básicamente en que los lugareños se travisten con ropajes vagamente históricos —si consideramos, por ejemplo, que la guata es un tejido histórico o la minifalda de cuero tipo patchwork una prenda que la Inquisición hubiese admitido sin mostrar algunas reticencias, de carácter tanto estético como moral— y van de taberna en taberna y de biergarten en biergarten hasta que su cara adquiere un tono fucsia súper favorecedor en un felino, o incluso en un peluche, pero no en un ser humano. Da igual. Rothenburg es tan maravillosa que puede tolerar incluso este tipo de mascaradas sin ruborizarse; no así sus habitantes. A mí me pareció maravillosa. Maravillosa. Maravillosa. Maravillosa. Absolutamente demasiado maravillosa. Divina.
Cuarta parada: Stuttgart (de nuevo)
Tras un par de cervezas en un biergarten precioso*, junto a un mercadillo medieval donde una mujer-tanqueta se disputaba con un tambor el privilegio de quién tenía mejor piel —el tambor, sin la menor duda—, regresamos a Stuttgart, a otro biergarten no menos precioso en la cima de una colina, desde el que hay unas vistas espléndidas de la ciudad. Eso sí, para acceder a él hay que atravesar un bosque sumido en las tinieblas, o lo que es lo mismo, una fronda francamente aterradora. Desafortunadamente, en Stuttgart no hay violadores, así que mi gozo en un pozo. Otras dos cervezas (de calidad, eso sí).
*[El del hotel Reichs-Küchenmeifter, para aviso de caminantes. Estupendo, ideal, maravilloso.]
Cuando cerraron, regresamos por el Bosque Tenebroso (nuevamente, sin que un violador o psico-killer quisiese hacer con mi cuerpo un sacrificio de lo más sangriento; ¡también es mala suerte!) al coche. ¿Otra para el camino? Sí, claro, la espuela. Siiiiií. Fuimos a la Rotekapelle, un bar con su propio dj y sus propios camareros maricas de lo más cool. Y nosotras, S. y Yo, divinas. Y J., súper divino. Y todo era divino. Y allí nos bebimos otras dos cervezas. Y claro, Yo ya estaba otra vez borracha.
Hoy, tras un desayuno digno de Heliogábalo, nos hemos ido a pasear al parque Feuerbach, junto al que viven mis anfitriones. Otra mañana encantadora y divina, viendo animalitos y simpáticos alemanes de brazos desnudos, pantorrillas desnudas y potentes sotabarbas. Tengo que confesar que los alemanes me ponen atómica. Tengo que confesar que, de hecho, últimamente cualquier tipo de hombre (vivo) me pone atómica.
En fin, al final S. y J. me han llevado al aeropuerto, donde un simpático azafato de ojos azules y cejas depiladas me ha preguntado "¿Algo que declarar?" y Yo, claro, he replicado, como la tiíta Oscar: "Nada, excepto mi talento". Y nos hemos ido a tomar... Sí... Una cerveza. Habitualmente, no bebo tanto. Mmmm. ¿A quién pretendo engañar? Habitualmente, bebo eso y mucho más.
Quinta parada: Amsterdam (de nuevo... y a casa)
En el avión, claro, para recordar los viejos tiempos (o sea, menos de 48 horas), me he pedido una botella de Cavernet Sauvignon chileno, de manera que cuando he llegado a Amsterdam estaba moderadamente borracha (de nuevo) y, claro, en esas circunstancias, ¿cómo no va Una a pasarse por el duty-free? Eso es exactamente lo que he hecho y ahora huelo como un buscona de la peor calaña. Ah, qué horror. Jean-Paul Gaultier, el perfume no es lo tuyo. De hecho, la costura tampoco. Me he consolado con un detalle de Marc Jacobs. "¿Un regalo para alguien?", me ha preguntado la dependienta. "Para mí, bonita", he replicado, con muy mala baba.
Tras gastarme mis últimos euros (antes de que mis acreedores me pongan entre la espada y la pared y me envíen a la cárcel, como a la pobre Teresa Cornelys), me he precipitado a mi puerta de embarque, donde, oh, cielos, otro azafato —de la cofradía también, para variar— me ha cogido el billete y me ha acompañado casi hasta la puerta del avión. Ay, qué amables son estos simpáticos azafatos uranistas... En fin, el caso es que he llegado Sana y Salva a mi casa, dispuesta a enfrentarme mañana (hoy) de nuevo al Gólgota. A mí, que me den una corona de espinas. Pero con mucha pedrería...
Mañana más.
*[Gracias, mil gracias, queridos. Como siempre, me habéis mimado, cuidado, alimentado, llevado y besado de la mejor manera posible. También yo os beso a vosotros: ¡muuuuuuac! Sois divinos. Simply divine. Os adoro.]
El viernes, tras dejar atrás el Gólgota con su oscura procesión de figuras de cera —Putas nº 1, nº 2 y nº 3 en erupción—, me dirijo montada en el asiento de atrás de un taxi a Barajas con el tiempo justo de coger el avión, rumbo a Amsterdam. Porque Yo soy así. Si hay que ir a Stuttgart, ¿por qué hacerlo directamente cuando puedes dar un pequeño rodeo y pasearte por uno de los duty-frees más kitsch del planeta, delirante paraíso del zueco tallado y lacado en infinidad de colores (muchos de ellos, imposibles de encontrar en la Naturaleza)? Pues no, claro que no. Lo mejor es hacer un pequeño pic-nic en Amsterdam.
Primera parada: Amsterdam
Te bajas del avión (primera cerveza) y te encuentras con unas tumbonas de skay-polipiel granate que invitan a todo tipo de orgiásticos placeres. Pero no. Un aeropuerto internacional es un lugar tachonado de promesas, sobre todo para mí, que soy Mujer Internacional y también Mujer que Adora Las Promesas. Paso por el duty-free, pero me contengo, porque voy con el tiempo justo para hacer una excursión a las catacumbas.
Ay, las catacumbas de los aeropuertos. Cuánto cancaneo... (homosexual, básicamente —la pregunta es: ¿pero hay azafatos heterosexuales?; la pregunta es: ¿la palabra azafato y el afijo hetero se pueden conjugar en una misma frase sin que la tierra se abra a tu paso ni caiga el cielo sobre ti?—; pero, ay, cuando Una es una Mujer Como Yo, eso no supone un obstáculo insalvable, incluso los maricas son bienvenidos).
Al final, me olvido del cancaneo tras algunas llamadas de personajes divinos.
Personaje divino nº 1: el Gran Chambelán JA, que me llama desde Toulouse, para decirme que está al borde de un ictus a causa de los efebos que pueden contemplarse tirados, oferentes, sobre el césped del campus... "Nada que ver con Pamplona", apostilla. Me lo puedo figurar.
Personaje divino nº 2: la sapientísima, hilarantísima R., que me confirma que seguiremos juntas una esperemos que no demasiado larga temporada, cada una en su cruz respectiva, con vistas al Gólgota. Incluso ante una declaración tan dramática, la S & H R. y Yo no podemos evitar reírnos. Y es que R. es una de esas mujeres que, si no fuese porque los hombres me gustan al perder (expresión autóctona de La Ciudad Funeraria), me provocaría una crisis de fe de tipo Tijeritas. Pero no. Yo no soy nada, pero nada partidaria de la tijera. A mí, dame carne en barra. Mucha carne. Y mucha barra.
Segunda parada: Stuttgart
En fin, al final me monto en el avión correspondiente y llego a Stuttgart con un ligero retraso y un leve sabor metálico en la boca (¿tendrá algo que ver la botella de Cavernet Sauvignon chileno que me he tomado en el vuelo? Mmmmm, es posible). Me recogen los divinísimos S. y J., señores H., mis anfitriones. Nos abrazamos, nos besamos, nos abrazamos, nos volvemos a besar, empiezo a hablar (hasta hoy, prácticamente 48 horas ininterrumpidas de rucu-rucu-rucu-rucu-rucu...) y, Dios mediante, nos dirigimos a un delicioso biergarten situado en un parque en medio de la ciudad. Hemos quedado con una pareja encantadora. Ella toca la flauta travesesa (es música, no una lagarta) y él, el clarinete. O viceversa. No me enteré muy bien.
En una hora me he tomado dos cervezas (de litro) y me siento maravillosamente en paz conmigo misma, con Alemania, con el mundo. Incluso con las putas nº 1, nº 2 y nº 3. O sea. Estoy borracha. Como una cuba.
Salimos pitando del biergarten a una taberna con Mucho Sabor Local —ya sabéis lo que eso significa—, donde la pareja encantadora ha quedado con otros músicos, entre los que se encuentra un compatriota rumano, al que, en cuanto le echo la vista encima, siento unas ganas inenarrables de echar otra cosa bastante más agradable para ambos. Pero el músico rumano parece en principio bastante reticente. Una hora después no es reticente, sino abiertamente beligerante ante mi idea original. Es de esa clase de personas que no dan una buena imagen del patriotismo ni mucho menos de su país. Un rumano, y especialmente un rumano con Ese Culo, debería haber hecho de tripas corazón y haberse plegado a los deseos de una pobre principessa en el exilio... Ay, cuánto daño ha hecho la democracia a las Casas Reales de toda la vida (advenedizas, abstenerse; sobre todo, si sois adictas a las mechas y los implantes dentales).
En fin, en la taberna con MSL (Mucho Sabor Local) cayó, casi con toda probabilidad otro litro de cerveza (o tal vez más). De allí, tras la sabia baja de J., de quien debería tomar ejemplo, si no recuerdo mal —seguro que recuerdo mal; es más, casi ni recuerdo—, fuimos a una especie de bacanal absurda que alguien, dotado de un humor especialmente depravado, había denominado Fiesta Española. No era española. Ni desde luego era una fiesta. Era otra cosa. La palabra aquelarre, por ejemplo, se adapta bastante bien a lo que podía ser aquello: aquel sótano, aquella música, aquella gente (poca, gracias a Dios)...
Bueno, de allí S. y Yo nos fuimos, no sé cómo, a una discoteca aún más absurda, totalmente despoblada, donde nos perdíamos continuamente la Una de la Otra (yo, como siempre, soy La Otra). Allí, tras varios esfuerzos infructuosos por conseguir un gin-tonic —y colarnos en la puerta, claro, porque ni S. ni Yo somos de esa clase de mujer que paga, cuando pueden pagar otros—, recuerdo (fragmentariamente) una conversación bastante demencial con el Jefe de Sala, que, conforme iba desgranando elevados pensamientos en un lenguaje al parecer ininteligible para él, fue achinando los ojos hasta convertirlos en dos meras rendijas. Cuando supongo que se estaba planteando la posibilidad de invitarme, amablemente, a abandonar la sala, S. acudió en mi ayuda y nos dirigimos a otro antro. ¿A cuál? Eso no es problema cuando eres mujer de mundo. Y si algo somos S. y Yo es Mujeres de Mundo.
Tras preguntar a una simpática pandilla de adolescentes alemanes altos, rubios, sonrosados, de aspecto moderadamente limpio, a qué discoteca se dirigían y obtener una respuesta tan moderadamente limpia como su aspecto, les seguimos. En mala hora. Nos llevaron a una especie de Cueva del Terror llena de humos. Humo tóxico, no me cabe la menor duda. Allí, algo debió de sentarme mal, porque de pronto me sentí un poco mareada. Eso sí, S. y Yo bailamos entre los humos hasta que nuestro esqueleto lanzó un SOS en forma de agudos dolores en las articulaciones (en mi caso) y en el de S., en forma de pérdida de abalorios en sus absolutamente demasiado divinas —y cariiiiísimas— sandalias. Intenté conseguir un último gin-tonic, servido en una especie de vasito ideado para dejar la dentadura postiza en una noche de farra. Al final, cuando se me cayó (o lo tiraron, no sé), S. y Yo decidimos que ya era hora de regresar al hogar conyugal. Básicamente porque era de día y ni S. ni Yo podíamos sostenernos en (precario) pie. Cogimos un taxi —ay, me temo que en Alemania tampoco el gremio taxista sea especialmente fan de mi sentido del humor— y cuando llegamos a casa, me desplomé sobre la cama. Literalmente.
Unas horas después, J., recién descendido de una hornacina, nos preparó un desayuno reconstituyente a S. y a mí. Busqué mi cabeza entre las sábanas, pero había rodado hasta la terraza. Allí estaba, pudriéndose al sol. Un sol asesino. La cogí y me volví a la cama. Sí, Stuttgart, eres precioso, pero Yo no puedo con la vida. Tragué una hostia-Nolotil y me encomendé a Nuestra Señora de Todas las Depravaciones, que es súper infalible con la resaca.
Tercera parada: Rothenburg
Al final, tras una leve siesta, renovada, con un modeli espectacular que realza mi sensual pecho sin necesidad de tramposos adminículos o funestos rellenos —aunque estoy de acuerdo con Thelma Ritter en que la mujer moderna es un 60% natural y un 40% gomaespuma—, el matrimonio H. y Yo nos encaminamos a Rothenburg ob der Tauber, una ciudad medieval absolutamente divina, a una hora y media de Stuttgart.
Cuál no sería nuestra sorpresa cuando, al llegar, nos encontramos con que eran las fiestas medievales, que consisten básicamente en que los lugareños se travisten con ropajes vagamente históricos —si consideramos, por ejemplo, que la guata es un tejido histórico o la minifalda de cuero tipo patchwork una prenda que la Inquisición hubiese admitido sin mostrar algunas reticencias, de carácter tanto estético como moral— y van de taberna en taberna y de biergarten en biergarten hasta que su cara adquiere un tono fucsia súper favorecedor en un felino, o incluso en un peluche, pero no en un ser humano. Da igual. Rothenburg es tan maravillosa que puede tolerar incluso este tipo de mascaradas sin ruborizarse; no así sus habitantes. A mí me pareció maravillosa. Maravillosa. Maravillosa. Maravillosa. Absolutamente demasiado maravillosa. Divina.
Cuarta parada: Stuttgart (de nuevo)
Tras un par de cervezas en un biergarten precioso*, junto a un mercadillo medieval donde una mujer-tanqueta se disputaba con un tambor el privilegio de quién tenía mejor piel —el tambor, sin la menor duda—, regresamos a Stuttgart, a otro biergarten no menos precioso en la cima de una colina, desde el que hay unas vistas espléndidas de la ciudad. Eso sí, para acceder a él hay que atravesar un bosque sumido en las tinieblas, o lo que es lo mismo, una fronda francamente aterradora. Desafortunadamente, en Stuttgart no hay violadores, así que mi gozo en un pozo. Otras dos cervezas (de calidad, eso sí).
*[El del hotel Reichs-Küchenmeifter, para aviso de caminantes. Estupendo, ideal, maravilloso.]
Cuando cerraron, regresamos por el Bosque Tenebroso (nuevamente, sin que un violador o psico-killer quisiese hacer con mi cuerpo un sacrificio de lo más sangriento; ¡también es mala suerte!) al coche. ¿Otra para el camino? Sí, claro, la espuela. Siiiiií. Fuimos a la Rotekapelle, un bar con su propio dj y sus propios camareros maricas de lo más cool. Y nosotras, S. y Yo, divinas. Y J., súper divino. Y todo era divino. Y allí nos bebimos otras dos cervezas. Y claro, Yo ya estaba otra vez borracha.
Hoy, tras un desayuno digno de Heliogábalo, nos hemos ido a pasear al parque Feuerbach, junto al que viven mis anfitriones. Otra mañana encantadora y divina, viendo animalitos y simpáticos alemanes de brazos desnudos, pantorrillas desnudas y potentes sotabarbas. Tengo que confesar que los alemanes me ponen atómica. Tengo que confesar que, de hecho, últimamente cualquier tipo de hombre (vivo) me pone atómica.
En fin, al final S. y J. me han llevado al aeropuerto, donde un simpático azafato de ojos azules y cejas depiladas me ha preguntado "¿Algo que declarar?" y Yo, claro, he replicado, como la tiíta Oscar: "Nada, excepto mi talento". Y nos hemos ido a tomar... Sí... Una cerveza. Habitualmente, no bebo tanto. Mmmm. ¿A quién pretendo engañar? Habitualmente, bebo eso y mucho más.
Quinta parada: Amsterdam (de nuevo... y a casa)
En el avión, claro, para recordar los viejos tiempos (o sea, menos de 48 horas), me he pedido una botella de Cavernet Sauvignon chileno, de manera que cuando he llegado a Amsterdam estaba moderadamente borracha (de nuevo) y, claro, en esas circunstancias, ¿cómo no va Una a pasarse por el duty-free? Eso es exactamente lo que he hecho y ahora huelo como un buscona de la peor calaña. Ah, qué horror. Jean-Paul Gaultier, el perfume no es lo tuyo. De hecho, la costura tampoco. Me he consolado con un detalle de Marc Jacobs. "¿Un regalo para alguien?", me ha preguntado la dependienta. "Para mí, bonita", he replicado, con muy mala baba.
Tras gastarme mis últimos euros (antes de que mis acreedores me pongan entre la espada y la pared y me envíen a la cárcel, como a la pobre Teresa Cornelys), me he precipitado a mi puerta de embarque, donde, oh, cielos, otro azafato —de la cofradía también, para variar— me ha cogido el billete y me ha acompañado casi hasta la puerta del avión. Ay, qué amables son estos simpáticos azafatos uranistas... En fin, el caso es que he llegado Sana y Salva a mi casa, dispuesta a enfrentarme mañana (hoy) de nuevo al Gólgota. A mí, que me den una corona de espinas. Pero con mucha pedrería...
Mañana más.
viernes, mayo 28, 2004
Erholungsreise: Stuttgart, allá voy
Por alguna razón que ignoro, la huida tiene muy mala prensa en la actualidad. Para mí, si algo tiene Mala Prensa es que es súper válido, porque mi experiencia con la canalla es que todo lo que los periodistas denigran es lo que vale (y viceversa).
Al parecer, lo que hay que hacer, lo que es maduro, equilibrado y emocionalmente sano es afrontar whatever, dar un paso adelante, convertirse en una kamikaze emocional y tirar por la calle de enmedio, con la frente bien alta, la barbilla (las dos, en algunos casos; las tres, en el de María Teresa Campos) enhiesta y una venda en los ojos. O sea. Hay que superarlo. Hay que dar Un Paso Adelante. Sí, claro, UPA Dance.
Pues no, queridos. Yo no. Yo huyo. A Alemania. A Stuttgart. A que me cuiden. A que me mimen. A criticar. A beber. A reírme. A desahogarme. A cenar. A pasear. A disfrutar. A besar. A ver, en fin, a la divinísima S. y a su no menos divino marito, J..
Cuando el avión despegue, pienso dejar atrás todo el lastre –putas, mamarrachas, putas, vampiras, sanguijuelas, putas, putas, putas– y concentrarme en mi libro, en los señores H., mis anfitriones, en las nubes, en los azafatos, en... En vivir, maldita sea.
Mañana más.
Al parecer, lo que hay que hacer, lo que es maduro, equilibrado y emocionalmente sano es afrontar whatever, dar un paso adelante, convertirse en una kamikaze emocional y tirar por la calle de enmedio, con la frente bien alta, la barbilla (las dos, en algunos casos; las tres, en el de María Teresa Campos) enhiesta y una venda en los ojos. O sea. Hay que superarlo. Hay que dar Un Paso Adelante. Sí, claro, UPA Dance.
Pues no, queridos. Yo no. Yo huyo. A Alemania. A Stuttgart. A que me cuiden. A que me mimen. A criticar. A beber. A reírme. A desahogarme. A cenar. A pasear. A disfrutar. A besar. A ver, en fin, a la divinísima S. y a su no menos divino marito, J..
Cuando el avión despegue, pienso dejar atrás todo el lastre –putas, mamarrachas, putas, vampiras, sanguijuelas, putas, putas, putas– y concentrarme en mi libro, en los señores H., mis anfitriones, en las nubes, en los azafatos, en... En vivir, maldita sea.
Mañana más.
jueves, mayo 27, 2004
Como Chita, de cita en Zita (Franco)
"La negrura, que era una risa y una suciedad sólidas, cayó sobre él. Lanzó un último grito antes de rendirse."
Anthony Burgess, Enderby por dentro
La negrura y la suciedad me tienen acorralada. Yo me defiendo con la risa, pero, como le dijo e e cummings a Anita Loos, "una chica no puede pasarse la vida riendo". Sobre todo porque, ya que vamos de citas, tal y como dijo la tiíta Tennessee, "en mí la risa ha sido siempre el sustituto del llanto".
Mañana más.
Anthony Burgess, Enderby por dentro
La negrura y la suciedad me tienen acorralada. Yo me defiendo con la risa, pero, como le dijo e e cummings a Anita Loos, "una chica no puede pasarse la vida riendo". Sobre todo porque, ya que vamos de citas, tal y como dijo la tiíta Tennessee, "en mí la risa ha sido siempre el sustituto del llanto".
Mañana más.
martes, mayo 25, 2004
¿Por qué te ofrecen su amistad cuando lo que quieres que te ofrezcan es la polla?
Siempre he odiado el patetismo. Siempre, siempre, siempre. Siempre, desde que tengo uso de razón, me ha parecido que lo peor, Lo Peor de Lo Peor, es ser Una Patética. Y aquí estoy, siendo La Más Patética. Salgo del subsuelo al extrarradio, rodeada de gente horrenda, fea, alcoholizada, las uñas convertidas en pezuñas; la piel, en una cartera de cuerto (imitación de); el pelo, una mazorca que para sí la quisiera William Faulkner (violada por); la ropa, un catálogo de horrores informes, bolsas donde no debería haber bolsas, cortes donde no debería haber cortes y brillos donde debería haber zonas opacas, muy opacas; rojeces, varices, dientes cariados a juego con los tejidos necrosados... Un horror. El mundo es un horror.
Salgo y me enfrento a una sucesión de viviendas a cual más infecta, pobladas (superpobladas) por seres humanos –el eslabón más bajo de la creación– que merecerían ser gaseados del primero al último; sus huesos, reducidos a botones y la piel, a pantallas de pergamino en apliques y lámparas de mesa.
Subo una cuesta que me da una somera visión del infierno suburbano, hasta llegar a una explanada en la que Dios, o sus adláteres, ha dispuesto un juego de casitas populares, de nuevo pobladas por seres infrahumanos; otro terraplén y llego a un edificio espantoso, poblado por putas, vampiros, sanguijuelas y cadáveres. Mi oficina. La redacción. El Gólgota.
Subo una escalera de color vainilla, tonalidad que me provoca urticaria. Llego a la cripta y lo primero que oigo es la voz de la Puta nº 1 (segunda en el escalafón), diciendo alguna insensatez por la que merecería ser dinamitada en ese mismo instante. Lástima. Me dejé el revólver con tapas de nácar en el otro bolso.
La Puta nº 3 (tercera en el escalafón) me saluda esa voz meliflua capaz de provocarle el coma a un diabético. Más untuosa, imposible. Yo no soy diabética, pero sí que me provoca un efecto secundario muy similar, porque, como una diabética (nada acelerada) me pongo ciega de ira.
En ese momento, la Puta nº 2 (primera en el escalafón), vestida por su peor enemigo –esos escarpines blancos me ponen los pelos, literalmente, como escarpias–, sale de su cubículo, abre la boca y se dispara la inflación internacional. Si las gilipolleces se midiesen en la escala de Ritcher, ahora mismo España entera sería tragada por la tierra como Sodoma, consumida por las llamas.
Se me dispara el ácido úrico. Se me disparan los niveles de hematíes. Se me dispara la tensión arterial. Se me dispara el colesterol. Y el azúcar. Sin embargo, lo que me gustaría que se me disparase, pero de verdad, no se dispara: un bazoka, una granada, un obús. Ahí están las tres, vivas. Súper sonrientes. Súper divertidas. Súper putas. Con su problema de seborrea, de electricidad estática –la la Puta nº 3 podría iluminar desde el Fukuyama hasta Kioto con un sólo golpe de melena–, de mal gusto, de analfabetismo, de ptiriasis, de esteatopigia, de idiocia, de soriasis, de dermatitis aguda, de mediocridad, mendacidad, daltonismo –si no, no me explico esa combinación de colores–; de todo, en una palabra. Ahí están, vivas.
Para mí, que seres como esos estén vivos es una prueba palmaria de que Dios no existe. O peor, existe y es un hijo de perra. Que estos tres elementos nocivos, subhumanos y sencillamente repulsivos tengan el mismo derecho a la vida que, por ejemplo, un perro callejero me parece un insulto para los perros callejeros. Que tengan el mismo derecho a la vida que las cucarachas, un insulto para tan nobles insectos –aunque una cucaracha decapitada puede vivir durante varios días; ellas también, total, para lo que usan la cabeza...–. Que no les caiga un rayo en la cabeza, una teja, un tiesto, un camión, un satélite ruso... me parece una nueva Injusticia Divina. Dios, si existes, te pienso poner una denuncia que te vas a cagar.
Putas nº 1, 2 y 3, os execro. Os execro, os odio, os denigro, os aborrezco, os abomino. Merecéis lo peor. Merecéis ser lo que sois. Ni más ni menos.
Y vosotros os preguntaréis: ¿Y esto que tiene que ver con el título? Pues nada. Pero es una reflexión que me hice ayer, a raíz de un brief encounter bajo la lluvia, que me parece que no debería perderse en la inmensidad de iones e iones de odio. Años luz de odio. Décadas de odio. Siglos de odio. Edades y edades de odio.
Pues eso.
Mañana más.
Salgo y me enfrento a una sucesión de viviendas a cual más infecta, pobladas (superpobladas) por seres humanos –el eslabón más bajo de la creación– que merecerían ser gaseados del primero al último; sus huesos, reducidos a botones y la piel, a pantallas de pergamino en apliques y lámparas de mesa.
Subo una cuesta que me da una somera visión del infierno suburbano, hasta llegar a una explanada en la que Dios, o sus adláteres, ha dispuesto un juego de casitas populares, de nuevo pobladas por seres infrahumanos; otro terraplén y llego a un edificio espantoso, poblado por putas, vampiros, sanguijuelas y cadáveres. Mi oficina. La redacción. El Gólgota.
Subo una escalera de color vainilla, tonalidad que me provoca urticaria. Llego a la cripta y lo primero que oigo es la voz de la Puta nº 1 (segunda en el escalafón), diciendo alguna insensatez por la que merecería ser dinamitada en ese mismo instante. Lástima. Me dejé el revólver con tapas de nácar en el otro bolso.
La Puta nº 3 (tercera en el escalafón) me saluda esa voz meliflua capaz de provocarle el coma a un diabético. Más untuosa, imposible. Yo no soy diabética, pero sí que me provoca un efecto secundario muy similar, porque, como una diabética (nada acelerada) me pongo ciega de ira.
En ese momento, la Puta nº 2 (primera en el escalafón), vestida por su peor enemigo –esos escarpines blancos me ponen los pelos, literalmente, como escarpias–, sale de su cubículo, abre la boca y se dispara la inflación internacional. Si las gilipolleces se midiesen en la escala de Ritcher, ahora mismo España entera sería tragada por la tierra como Sodoma, consumida por las llamas.
Se me dispara el ácido úrico. Se me disparan los niveles de hematíes. Se me dispara la tensión arterial. Se me dispara el colesterol. Y el azúcar. Sin embargo, lo que me gustaría que se me disparase, pero de verdad, no se dispara: un bazoka, una granada, un obús. Ahí están las tres, vivas. Súper sonrientes. Súper divertidas. Súper putas. Con su problema de seborrea, de electricidad estática –la la Puta nº 3 podría iluminar desde el Fukuyama hasta Kioto con un sólo golpe de melena–, de mal gusto, de analfabetismo, de ptiriasis, de esteatopigia, de idiocia, de soriasis, de dermatitis aguda, de mediocridad, mendacidad, daltonismo –si no, no me explico esa combinación de colores–; de todo, en una palabra. Ahí están, vivas.
Para mí, que seres como esos estén vivos es una prueba palmaria de que Dios no existe. O peor, existe y es un hijo de perra. Que estos tres elementos nocivos, subhumanos y sencillamente repulsivos tengan el mismo derecho a la vida que, por ejemplo, un perro callejero me parece un insulto para los perros callejeros. Que tengan el mismo derecho a la vida que las cucarachas, un insulto para tan nobles insectos –aunque una cucaracha decapitada puede vivir durante varios días; ellas también, total, para lo que usan la cabeza...–. Que no les caiga un rayo en la cabeza, una teja, un tiesto, un camión, un satélite ruso... me parece una nueva Injusticia Divina. Dios, si existes, te pienso poner una denuncia que te vas a cagar.
Putas nº 1, 2 y 3, os execro. Os execro, os odio, os denigro, os aborrezco, os abomino. Merecéis lo peor. Merecéis ser lo que sois. Ni más ni menos.
Y vosotros os preguntaréis: ¿Y esto que tiene que ver con el título? Pues nada. Pero es una reflexión que me hice ayer, a raíz de un brief encounter bajo la lluvia, que me parece que no debería perderse en la inmensidad de iones e iones de odio. Años luz de odio. Décadas de odio. Siglos de odio. Edades y edades de odio.
Pues eso.
Mañana más.
lunes, mayo 24, 2004
Très fatigué
Anoche tuve una visita. "Buenas noches, querida mía", me dijo. "Permítame presentarme". Así lo hizo. "Déjeme extender hacia usted mis brazos y acunar su alma (no son muy cómodos, ¿verdad?). Déjeme peinarle por última vez y enmarcar su rostro en una larga trenza. Déjeme que le tome de la mano y se la haga picadillo. Déjeme. Déjeme, querida mía. Sí. De acuerdo. Allá vamos los dos".
Como casi todos los hombres (y travestis) que en el mundo han sido, fueron y serán, la visita habló y habló, sin decir nada. Palabras, palabras, palabras, palabras, palabras... Y esos dientes, como hielo sucio...
Cierro los ojos y digo: "Allá voy. Allá vamos los dos".
La visita tiene las manos frías. El aliento, metálico. El pelo, escaso, entrecano, áspero. La piel, coriácea. En líneas generales, es como la mayor parte de los hombres de más de 50 años de este país (a esa edad, las mujeres también tienen el pelo entrecano y áspero, aunque algo más abundante; y la piel, coriácea y de color magenta).
—¿Le ocurre algo, señorita?
—Nada. Sólo estoy cansada.
—Eso tiene fácil arreglo.
—¿Usted cree?
—Sí, venga conmigo...
Y fui. Y aquí estoy ahora. Cansada y media.
Mañana más.
Como casi todos los hombres (y travestis) que en el mundo han sido, fueron y serán, la visita habló y habló, sin decir nada. Palabras, palabras, palabras, palabras, palabras... Y esos dientes, como hielo sucio...
Cierro los ojos y digo: "Allá voy. Allá vamos los dos".
La visita tiene las manos frías. El aliento, metálico. El pelo, escaso, entrecano, áspero. La piel, coriácea. En líneas generales, es como la mayor parte de los hombres de más de 50 años de este país (a esa edad, las mujeres también tienen el pelo entrecano y áspero, aunque algo más abundante; y la piel, coriácea y de color magenta).
—¿Le ocurre algo, señorita?
—Nada. Sólo estoy cansada.
—Eso tiene fácil arreglo.
—¿Usted cree?
—Sí, venga conmigo...
Y fui. Y aquí estoy ahora. Cansada y media.
Mañana más.
domingo, mayo 23, 2004
Domingo, mañana: rubíes y Thrombocid
[Mil y un besos (y uno más) a mis ángeles custodios. Excelentes anfitriones, as usual. Deliciosos, como siempre. Encantadores. Ay, queridos míos, soy tan fan vuestra... ]
Me levanto con Fraülein Helga, mi resaca, al lado, armada y peligrosa. Me echo las manos al cuello. El collar de rubíes ha desaparecido. No me angustio. Ya habrá otros. Intento girar la cabeza, pero cae rodando bajo la cama (ay, tengo que hablar con el servicio; es lo malo de los siervos de la gleba: son ideales para el derecho de pernada –porque Yo, para lo único que tengo Conciencia Social es para los chulos– pero bastante ineficaces en temas domésticos). Un nolotil. Un almax. Un pico, casi mejor un pico. Ay. Extiendo la mano a mi derecha, aterrada ante la perspectiva de encontrar a un chulo o, lo que es peor, a Ernesto de Hannover. Afortunadamente, el lado derecho de la cama está vacío. Sólo estamos Helga y Yo. Hola, Helga.
Ay. Trato de recordar algo, aunque sea remotamente, de lo que hice ayer. Beber (champán, sólo y exclusivamente, en todas sus manifestaciones), reír, criticar, reír, criticar, beber, reír... Ah, sí. Creo que se casó alguien. Tengo que llamar a mamá.
Bonne Mamán dice que, al parecer, Le Petit Prince se casó al fin. Cuánto me alegro. ¿Me acuerdo de algo? Pues no. No demasiado. Un atisbo de blanco tunecino. Unas bolsas (oculares, pero también de plástico). Una expresión que reconozco muy bien –yo también soy pelín adicta a los ansiolíticos y, de vez en cuando, se me va la mano–. Unas mechas. Una tiara. ¡La tiara! Vaya por Dios, también ha desaparecido...
Ah, sí. El diácono. Me suena bastante. Reconocería esa alopecia bruñida como un perol de cobre en cualquier sitio. Voy a llamar a uno de mis amigos invertidos para que me lo confirme...
Pues sí. Al parecer, tal y como diría Bonne Maman, había mucha alegría en esa iglesia. Qué decoración, santísimo Cristo de la Extenuación. He conocido casinos –y burdeles– mejor decorados. Esos frescos...
¿Y qué más? Ah, sí, las manos de él (qué primer plano escalofriante). La palabra hirsuto adquiere un nuevo significado. Pensé que había nacido en una clínica privada de Madrid, pero no; al parecer nació en los Cárpatos. Seguro que las noches de luna llena se dedica a desflorar vírgenes y a beber su sangre... No me cabe la menor duda.
Y la mamá. Flaming June. Y la suegra. Burbuja Freixenet. Y La Rouco, as drag as usual. Y todo, todito, todo. Qué cromatismo (incluido el fucsia facial, made in embolia, del gran tetrarca, a juego con los frescos; ay, qué malo es el LSD). Y qué pereza, por Dios.
¿Mamá? No, querida, no. No podría asegurarlo. ¿Estás segura? Sí, claro, Marina Doria. ¿Operada? No, no lo creo. Alicatada me parece más acertado. ¿Colágeno? No, para nada. Yo creo que se trata más bien de un embarazo extrauterino. ¿La Mari Cheli? No lo creo. ¿Tú crees? Ay, mamá. Qué cosas tienes. Será cosa del ictus. En fin, no sé... Ay, mamá, tengo que colgar. Llaman a la puerta. Debe de ser la policía... Pues claro, ya sabes que nunca he sabido resistirme a un uniforme. Ni a un alzacuellos.
[Poca luz y mucho folclore: Un amigo, hijo del crepúsculo (o sea, marica; o mejor, maricón, que suena a bóveda, en versión Vitín Cortezo) y adicto a las catacumbas, me cuenta que anoche las termas matritenses estaban especialmente animadas, más vivaces que nunca, hasta arriba de peluqueros regios, franceses básicamente; estilistas salaces; aristócratas de alta cuna y baja cama looking for war y algún que otro invitado que había dejado el chaqué en el hotel y los pantalones de pinzas, en la taquilla. Ay, estas bodas reales, haciendo insólitos compañeros de cama...]
Mañana más.
Me levanto con Fraülein Helga, mi resaca, al lado, armada y peligrosa. Me echo las manos al cuello. El collar de rubíes ha desaparecido. No me angustio. Ya habrá otros. Intento girar la cabeza, pero cae rodando bajo la cama (ay, tengo que hablar con el servicio; es lo malo de los siervos de la gleba: son ideales para el derecho de pernada –porque Yo, para lo único que tengo Conciencia Social es para los chulos– pero bastante ineficaces en temas domésticos). Un nolotil. Un almax. Un pico, casi mejor un pico. Ay. Extiendo la mano a mi derecha, aterrada ante la perspectiva de encontrar a un chulo o, lo que es peor, a Ernesto de Hannover. Afortunadamente, el lado derecho de la cama está vacío. Sólo estamos Helga y Yo. Hola, Helga.
Ay. Trato de recordar algo, aunque sea remotamente, de lo que hice ayer. Beber (champán, sólo y exclusivamente, en todas sus manifestaciones), reír, criticar, reír, criticar, beber, reír... Ah, sí. Creo que se casó alguien. Tengo que llamar a mamá.
Bonne Mamán dice que, al parecer, Le Petit Prince se casó al fin. Cuánto me alegro. ¿Me acuerdo de algo? Pues no. No demasiado. Un atisbo de blanco tunecino. Unas bolsas (oculares, pero también de plástico). Una expresión que reconozco muy bien –yo también soy pelín adicta a los ansiolíticos y, de vez en cuando, se me va la mano–. Unas mechas. Una tiara. ¡La tiara! Vaya por Dios, también ha desaparecido...
Ah, sí. El diácono. Me suena bastante. Reconocería esa alopecia bruñida como un perol de cobre en cualquier sitio. Voy a llamar a uno de mis amigos invertidos para que me lo confirme...
Pues sí. Al parecer, tal y como diría Bonne Maman, había mucha alegría en esa iglesia. Qué decoración, santísimo Cristo de la Extenuación. He conocido casinos –y burdeles– mejor decorados. Esos frescos...
¿Y qué más? Ah, sí, las manos de él (qué primer plano escalofriante). La palabra hirsuto adquiere un nuevo significado. Pensé que había nacido en una clínica privada de Madrid, pero no; al parecer nació en los Cárpatos. Seguro que las noches de luna llena se dedica a desflorar vírgenes y a beber su sangre... No me cabe la menor duda.
Y la mamá. Flaming June. Y la suegra. Burbuja Freixenet. Y La Rouco, as drag as usual. Y todo, todito, todo. Qué cromatismo (incluido el fucsia facial, made in embolia, del gran tetrarca, a juego con los frescos; ay, qué malo es el LSD). Y qué pereza, por Dios.
¿Mamá? No, querida, no. No podría asegurarlo. ¿Estás segura? Sí, claro, Marina Doria. ¿Operada? No, no lo creo. Alicatada me parece más acertado. ¿Colágeno? No, para nada. Yo creo que se trata más bien de un embarazo extrauterino. ¿La Mari Cheli? No lo creo. ¿Tú crees? Ay, mamá. Qué cosas tienes. Será cosa del ictus. En fin, no sé... Ay, mamá, tengo que colgar. Llaman a la puerta. Debe de ser la policía... Pues claro, ya sabes que nunca he sabido resistirme a un uniforme. Ni a un alzacuellos.
[Poca luz y mucho folclore: Un amigo, hijo del crepúsculo (o sea, marica; o mejor, maricón, que suena a bóveda, en versión Vitín Cortezo) y adicto a las catacumbas, me cuenta que anoche las termas matritenses estaban especialmente animadas, más vivaces que nunca, hasta arriba de peluqueros regios, franceses básicamente; estilistas salaces; aristócratas de alta cuna y baja cama looking for war y algún que otro invitado que había dejado el chaqué en el hotel y los pantalones de pinzas, en la taquilla. Ay, estas bodas reales, haciendo insólitos compañeros de cama...]
Mañana más.
viernes, mayo 21, 2004
An advisement
Si no abarcas la polla con tu pezuñita, un consejo (de amiga): no practiques sexo anal. Aaaaay...
Mañana más.
Mañana más.
miércoles, mayo 19, 2004
¡¿Pero QUÉ invento es este...?!
Paso, montada en un taxi, recién levantada (con una leve resaca), camino de la sede del Grupo Planeta para tener un tête-à-tête con Carmen Bin Ladin (con i), la cuñada díscola de Osama , que pone de vuelta y media a su familia política en un libro execrable que, en palabras de Santa Dorothy Parker, no es para tomar a la ligera, sino para arrojar muy, muy lejos. Estoy un tanto excitada, porque siempre he sido súper fan de los hombres explosivos y me pregunto si Carmen, casi tan fan del bisturí como Yo, me pasará el número de su cuñado para... Para lo que sea.
Ahí estoy Yo, viendo ya ante mí un futuro junto al Enemigo Público Número Uno, cuando paso por la Gran Vía y se me caen los ojos de las cuencas. ¡¿Pero qué es ESTO?! De las farolas cuelgan lo que, a primera vista, tomo por un jirón de papel de plata hasta que me cercioro, cuando devuelvo los globos oculares a su lugar de origen, de que son pendones plateados y rosas de los que cuelgan sendas bolas plateadas, ideales en las ramas de un abeto en los últimos días del año, pero grotescos en una calle frecuentada por putas, maricones y borrachos (y por mí, que soy súper adicta a la compañía del lumpen y la hez de la sociedad).
El Ayuntamiento, no contento con recurrir al decorador más desenfrenadamente marica de Walt Disney, ha convertido cada farola en una delirante metáfora de la maternidad, de modo que cientos de columnas de ADN se extienden ante tu vista, hasta la red de San Luis (más putas, más chulos, más delincuentes, más petardas, más hecatombes capilares y más tintes atroces; ah, por cierto, y más home-less, que no sé que harán con ellos el día de la boda; ¿exterminarlos, tal vez?).
Por su lado, los comerciantes, esos herederos de los usureros del templo, se han vuelto locos. Un ejército de putumayos armados con agua, jabón y bayetas de colores lisérgicos que no existen en la naturaleza le saca brillo a cuanto objeto metálico caiga en sus manos (creo que esta es una ocasión de oro para sacar toda la bisutería, ponérsela encima y pasearse por tan degradada calle: cuando llegue al final, usted brillará como abalorio veneciano y, al mismo tiempo, habrá disfrutado de un masaje especialmente vigorizante).
Llego al final de la Gran Vía. Me gustaría cerrar los ojos por mi propia salud mental y ocular, pero soy incapaz: miro la calle con la misma fascinación con la que miraría las vísceras de un niño. Cuando contemplo el carnaval solanesco en el que están convirtiendo el Paseo del Prado me da el alipori. ¿Pero es que no se detendrán ante nada? Al parecer, no.
Cuando el taxi se detiene en el Paseo de Recoletos y asciendo las escaleras de ese edificio que, ya desde fuera, huele a dinero –es un perfume pesado y exótico que hipnotiza tus sentidos, hasta dejarte literalmente exangüe–, estoy que me llevan los demonios (Azrael y sus acólitos, de los que soy una fan declarada, aunque sólo sea por su musculatura). Subo a la cuarta planta y me entero de que Carmen ha anulado todas sus entrevistas porque estaba, también ella, bastante enferma. "Agotada", me dice la jefa de prensa.
La entiendo perfectamente. Bajo de nuevo a la calle y contemplo horrorizada esa verbena de colores chillones, con predominio del rosa chicle, en el que están convirtiendo esta ciudad, ya de por sí bastante espantosa sin necesidad de intervenciones ad hoc.
Me consuela el hecho de que, justo cuando estoy a punto de ponerme a chillar, una dulce matrona que pasa a mi lado, con el pelo cardado a lo bombe glacée, le dice a otra:
–Pues yo, qué quieres que te diga, estoy de la dichosa boda hasta el...
Mañana más.
Ahí estoy Yo, viendo ya ante mí un futuro junto al Enemigo Público Número Uno, cuando paso por la Gran Vía y se me caen los ojos de las cuencas. ¡¿Pero qué es ESTO?! De las farolas cuelgan lo que, a primera vista, tomo por un jirón de papel de plata hasta que me cercioro, cuando devuelvo los globos oculares a su lugar de origen, de que son pendones plateados y rosas de los que cuelgan sendas bolas plateadas, ideales en las ramas de un abeto en los últimos días del año, pero grotescos en una calle frecuentada por putas, maricones y borrachos (y por mí, que soy súper adicta a la compañía del lumpen y la hez de la sociedad).
El Ayuntamiento, no contento con recurrir al decorador más desenfrenadamente marica de Walt Disney, ha convertido cada farola en una delirante metáfora de la maternidad, de modo que cientos de columnas de ADN se extienden ante tu vista, hasta la red de San Luis (más putas, más chulos, más delincuentes, más petardas, más hecatombes capilares y más tintes atroces; ah, por cierto, y más home-less, que no sé que harán con ellos el día de la boda; ¿exterminarlos, tal vez?).
Por su lado, los comerciantes, esos herederos de los usureros del templo, se han vuelto locos. Un ejército de putumayos armados con agua, jabón y bayetas de colores lisérgicos que no existen en la naturaleza le saca brillo a cuanto objeto metálico caiga en sus manos (creo que esta es una ocasión de oro para sacar toda la bisutería, ponérsela encima y pasearse por tan degradada calle: cuando llegue al final, usted brillará como abalorio veneciano y, al mismo tiempo, habrá disfrutado de un masaje especialmente vigorizante).
Llego al final de la Gran Vía. Me gustaría cerrar los ojos por mi propia salud mental y ocular, pero soy incapaz: miro la calle con la misma fascinación con la que miraría las vísceras de un niño. Cuando contemplo el carnaval solanesco en el que están convirtiendo el Paseo del Prado me da el alipori. ¿Pero es que no se detendrán ante nada? Al parecer, no.
Cuando el taxi se detiene en el Paseo de Recoletos y asciendo las escaleras de ese edificio que, ya desde fuera, huele a dinero –es un perfume pesado y exótico que hipnotiza tus sentidos, hasta dejarte literalmente exangüe–, estoy que me llevan los demonios (Azrael y sus acólitos, de los que soy una fan declarada, aunque sólo sea por su musculatura). Subo a la cuarta planta y me entero de que Carmen ha anulado todas sus entrevistas porque estaba, también ella, bastante enferma. "Agotada", me dice la jefa de prensa.
La entiendo perfectamente. Bajo de nuevo a la calle y contemplo horrorizada esa verbena de colores chillones, con predominio del rosa chicle, en el que están convirtiendo esta ciudad, ya de por sí bastante espantosa sin necesidad de intervenciones ad hoc.
Me consuela el hecho de que, justo cuando estoy a punto de ponerme a chillar, una dulce matrona que pasa a mi lado, con el pelo cardado a lo bombe glacée, le dice a otra:
–Pues yo, qué quieres que te diga, estoy de la dichosa boda hasta el...
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martes, mayo 18, 2004
A lady needs a rest (y 2)
Siempre he pensado que dormir es una actividad superflua. Siempre, hasta hoy. Daría mi brazo (ortopédico) derecho por disfrutar de unas horas de sueño, por poder cerrar los ojos y no abrirlos hasta mañana (o mejor, hasta el viernes). Noto cómo el cuerpo no responde a los estímulos más primarios; de hecho, mi cuerpo parece entregado a un charlestón epiléptico. Jesús, María y José, reunidos en el Gólgota, velan por mi salud o, lo que es lo mismo, porque mis precarias fuerzas no sucumban al ímpetu de los elementos. Pero los elementos se confabulan contra mí. Las putas están al acecho... Las putas están, de hecho, desatadas. Y Yo, mientras tanto, ni siquiera cuento con el consuelo de poder cerrar los ojos y olvidarlo todo. Me aferraré al recuerdo de mis viajes (sin mi tía, eso sí), pasados, presentes y futuros. Stuttgart, I think of you...
Ah, Cole Porter, qué razón llevabas. Siempre, siempre, siempre. Llámame gitana. O mejor, llámame Princesa Magiar.
Mañana más.
Ah, Cole Porter, qué razón llevabas. Siempre, siempre, siempre. Llámame gitana. O mejor, llámame Princesa Magiar.
Mañana más.
lunes, mayo 17, 2004
A lady needs a rest (vamos, que estoy agotada)
"Y tú, Javier, ¿a qué hora tienes que estar en la cárcel?" (Primera frase que el Gran Chambelán J.A. y Yo oímos al entrar en el hotel en el que nos hemos hospedado durante un fin de semana de lo más disparatado).
Pamplona es una ciudad maravillosa, con unos parques deliciosos por los que da gusto pasear y un casco viejo encantador, lleno de casas pintadas por algún discípulo de un discípulo de Raoul Doufy. Si además tienes la suerte de disfrutar de este hallazgo acompañada en todo momento de un ángel, como el Gran Chambelán J.A., que estuvo adorable as usual, entonces Pamplona es un ciudad divina. Sencillamente divina.
Dios sabe que necesitaba reír. Dios lo sabe. Y vaya si lo hice... a pesar de que Pamplona es también una ciudad que tiene:
a) Un grave problema capilar. Lo que estos ojos han visto por Esas Calles no tiene nombre; bueno, sí lo tiene: hecatombe, apocalipsis, armagedón. ¡Qué pelos! ¡Qué cortes! ¡Qué découpage! La ciudad, no; pero sus habitantes, bien lo sabe Dios, están pidiendo, pero a gritos, un estilismo como el comer (o, en el caso del 70% de la juventud pamplonica, todo lo contrario: dejar de comer).
b) Un grave problema de contaminación acústica. Qué tono, qué voces, qué nivel-Maribel-decibélico. Puede que la razón sea el número de manifestaciones, a razón de una por día, que hay en esa ciudad... Lo ignoro. Lo que sí sé, en carne propia y en carne viva, es que mis tímpanos no están preparados para ciertos tonos de voz.
c) Un gravísimo problema sexual. A saber: sexofobia.
Respecto al negociado De La Cáscara Amarga, el nivel de tijeritas por metro cuadrado deja al de la isla de Lesbos a la altura del betún de Judea. Por no hablar de las maricas... Esas maricas... Por no hablar de los chicos y chicas que te miran con una intensidad que en el reino animal sólo se da en algunas especies de lechuzas. Intensidad que Una, en su incorregible narcisismo, achaca al deseo hasta que descubre que, en realidad, se debe a los prejuicios textiles (o sea, si vas a Calatayud, pregunta por la Dolores; pero si vas a Pamplona, no se te ocurra llevarte algo ni remotamente parecido a un vestido de cóctel en tonos azules o de cuadros de vivhy porque corres el riesgo de ser quemada viva). O sea, si quieres hacer algo más, aparte de turismo, probablemente Pamplona NO sea tu ciudad.
Eso sí, si lo que quieres es reír, pasear, ir de tiendas, beber alcohol de buena calidad (nada que acabe perforando la botella, como en tantas y tantas capitales españolas), bailar, comer (de hecho, NO parar de comer), reír, reír, beber, hablar, hablar, reír, pasear, pasear, beber, beber, beber, reír... En fin, si lo que quieres es Sentirte En Paz De Una Maldita Vez, o sea, en estar donde quieres estar, pues qué quieres que te diga, vete a Pamplona. Pero, por el amor de Dios, NO en Sanfermines. Y desde luego, NO con un modelo que podrías llevar a Ascot.
Mañana más.
Pamplona es una ciudad maravillosa, con unos parques deliciosos por los que da gusto pasear y un casco viejo encantador, lleno de casas pintadas por algún discípulo de un discípulo de Raoul Doufy. Si además tienes la suerte de disfrutar de este hallazgo acompañada en todo momento de un ángel, como el Gran Chambelán J.A., que estuvo adorable as usual, entonces Pamplona es un ciudad divina. Sencillamente divina.
Dios sabe que necesitaba reír. Dios lo sabe. Y vaya si lo hice... a pesar de que Pamplona es también una ciudad que tiene:
a) Un grave problema capilar. Lo que estos ojos han visto por Esas Calles no tiene nombre; bueno, sí lo tiene: hecatombe, apocalipsis, armagedón. ¡Qué pelos! ¡Qué cortes! ¡Qué découpage! La ciudad, no; pero sus habitantes, bien lo sabe Dios, están pidiendo, pero a gritos, un estilismo como el comer (o, en el caso del 70% de la juventud pamplonica, todo lo contrario: dejar de comer).
b) Un grave problema de contaminación acústica. Qué tono, qué voces, qué nivel-Maribel-decibélico. Puede que la razón sea el número de manifestaciones, a razón de una por día, que hay en esa ciudad... Lo ignoro. Lo que sí sé, en carne propia y en carne viva, es que mis tímpanos no están preparados para ciertos tonos de voz.
c) Un gravísimo problema sexual. A saber: sexofobia.
Respecto al negociado De La Cáscara Amarga, el nivel de tijeritas por metro cuadrado deja al de la isla de Lesbos a la altura del betún de Judea. Por no hablar de las maricas... Esas maricas... Por no hablar de los chicos y chicas que te miran con una intensidad que en el reino animal sólo se da en algunas especies de lechuzas. Intensidad que Una, en su incorregible narcisismo, achaca al deseo hasta que descubre que, en realidad, se debe a los prejuicios textiles (o sea, si vas a Calatayud, pregunta por la Dolores; pero si vas a Pamplona, no se te ocurra llevarte algo ni remotamente parecido a un vestido de cóctel en tonos azules o de cuadros de vivhy porque corres el riesgo de ser quemada viva). O sea, si quieres hacer algo más, aparte de turismo, probablemente Pamplona NO sea tu ciudad.
Eso sí, si lo que quieres es reír, pasear, ir de tiendas, beber alcohol de buena calidad (nada que acabe perforando la botella, como en tantas y tantas capitales españolas), bailar, comer (de hecho, NO parar de comer), reír, reír, beber, hablar, hablar, reír, pasear, pasear, beber, beber, beber, reír... En fin, si lo que quieres es Sentirte En Paz De Una Maldita Vez, o sea, en estar donde quieres estar, pues qué quieres que te diga, vete a Pamplona. Pero, por el amor de Dios, NO en Sanfermines. Y desde luego, NO con un modelo que podrías llevar a Ascot.
Mañana más.
jueves, mayo 13, 2004
La dinámica. Otra vez
Tras hablar con Juan Diego Botto, –qué pereza de chico, por Diossss; a estas alturas, yo creía que cuando alguien cita a Marx está hablando de Groucho, no de Carlos–, me voy volando a horcajadas sobre mi escoba a una coctelería (petard)in para emborracharme con una amiga. El camarero, un ídolo cubano como tallado en bronce, se ríe con cada una de mis codas. Al final, desesperada, le digo:
–Acuéstate conmigo, por piedad. Mi vida es un naufragio.
[Dos horas antes, en medio del diálogo súper profundo, súper concienciado, súper absurdo con JDB casi me echo a llorar al descubrir la magnitud de mi odio por las altas jerarquías, concretamente por las que me afectan: tres putas de tomo y lomo –más lomo que tomo, porque las tres son, cada una en su estilo (deleznable), un claro ejemplo de ananalfabetismo y afasia– a quienes deseo la muerte; y NO es una broma. “Esto no puede ser bueno” o “Me estoy volviendo loca” son expresiones que salen a relucir en mi tête-à-tête con JDB, a quien vuelvo a dejar turulato, lo que parece que se está convirtiendo en un hábito bastante desconcertante.]
El camarero, el segundo cubano de mi vida tras el Ganímendes ágrafo (soldador... qué más se puede pedir; ¿que lea...? ¿Y a quién le importa?), vuelve a reírse mientras me pone mi séptimo –y no, no es una exageración– dry martini.
–Me acostaré contigo. Pero porque me apetece, no por piedad.
Ay, si no fuese por estas inocentes diversiones...
[Estoy destrozada. Y borracha. Otra vez.]
Mañana más.
–Acuéstate conmigo, por piedad. Mi vida es un naufragio.
[Dos horas antes, en medio del diálogo súper profundo, súper concienciado, súper absurdo con JDB casi me echo a llorar al descubrir la magnitud de mi odio por las altas jerarquías, concretamente por las que me afectan: tres putas de tomo y lomo –más lomo que tomo, porque las tres son, cada una en su estilo (deleznable), un claro ejemplo de ananalfabetismo y afasia– a quienes deseo la muerte; y NO es una broma. “Esto no puede ser bueno” o “Me estoy volviendo loca” son expresiones que salen a relucir en mi tête-à-tête con JDB, a quien vuelvo a dejar turulato, lo que parece que se está convirtiendo en un hábito bastante desconcertante.]
El camarero, el segundo cubano de mi vida tras el Ganímendes ágrafo (soldador... qué más se puede pedir; ¿que lea...? ¿Y a quién le importa?), vuelve a reírse mientras me pone mi séptimo –y no, no es una exageración– dry martini.
–Me acostaré contigo. Pero porque me apetece, no por piedad.
Ay, si no fuese por estas inocentes diversiones...
[Estoy destrozada. Y borracha. Otra vez.]
Mañana más.
miércoles, mayo 12, 2004
Porque soy buena...
Doremi Fasolarma, la dulce trinadora de los Balcanes, me escribe a propós de mis relaciones con el submundo. "Por un casual, cara mia, ¿no conocerás el número de un asesino a sueldo? Como tú siempre has tenido ese ojo para los hombres..."
Doremi es buena amiga. Una arpía, pero buena amiga. Siempre me ha envidiado por mi vida disoluta, mientras ella se veía obligada a llevar una existencia recoleta, enclaustrada en su château, rodeada por una cohorte de freaks que ríete tú de A. López & Co. (es, de hecho, lo único que puedes hacer con ellos; qué estilismo, qué atrocidad; qué fantasía capilar más depravada; qué cromatismo...; y sé de lo que hablo, porque ayer vi a uno de sus elementos más beligerantes, uno de esos especímenes que parecen escapados de una redoma, conservados en formol..., sólo que desafortunadamente no están conservados en formol, sino en sus propias miasmas; los nombres bíblicos deberían estar prohibidos, y los rostros bíblicos también). Yo he tratado siempre de limar asperezas con ella, porque Doremi es una amiga a la que conviene tener a este lado de la trinchera (porque al otro lado, puede ser un être temible).
En fin, el caso es que, rebuscando en mi agenda (sí, ese cuaderno con tapas de hule negro que tan útil resulta en cualquier circunstancia), he encontrado el teléfono de un antiguo, muuuuy antiguo flirt que, de ser ciertos los últimos rumores, ha terminado militando en las hordas del vicio. Ignoro si en la actualidad ejerce como mercenario o sólo como raterillo –me inclino más (yo siempre me inclino más, mucho más) por lo segundo–, pero el caso es que le he facilitado su número, para que le plantee sus demandas, que en el caso de Doremi, as far as I can remember, pueden llegar a ser muchas y muy variadas.
Bueno, el caso es que me he planteado si no soy Yo quien debería de hacer uso de semejante contacto (mi paso por las cloacas se saldó con resultados francamente escalofriantes, ya que no en mi reputación al menos sí en mi cutis). Un tiro en la nuca (bueno, en realidad tres: uno por cabeza) y, después, el silencio. El bendito silencio...
Pero no. Me temo que ni ellas ni Yo nos merecemos eso. Recurrir a ex laisons-carne-de-presidio para romper piernas ajenas siempre me ha dado un poco de grima. No, no, no. Que cada palo aguante su vela. O lo que es lo mismo. A mí dame un candelabro veneciano con mucha lágrima y a ellas, un palo. Sin vela, eso sí. Candela, mucha candela. O sea. Fuego. O sea. Piromanía.
¿Dónde puedo comprar un camping-gas?
Mañana más.
Doremi es buena amiga. Una arpía, pero buena amiga. Siempre me ha envidiado por mi vida disoluta, mientras ella se veía obligada a llevar una existencia recoleta, enclaustrada en su château, rodeada por una cohorte de freaks que ríete tú de A. López & Co. (es, de hecho, lo único que puedes hacer con ellos; qué estilismo, qué atrocidad; qué fantasía capilar más depravada; qué cromatismo...; y sé de lo que hablo, porque ayer vi a uno de sus elementos más beligerantes, uno de esos especímenes que parecen escapados de una redoma, conservados en formol..., sólo que desafortunadamente no están conservados en formol, sino en sus propias miasmas; los nombres bíblicos deberían estar prohibidos, y los rostros bíblicos también). Yo he tratado siempre de limar asperezas con ella, porque Doremi es una amiga a la que conviene tener a este lado de la trinchera (porque al otro lado, puede ser un être temible).
En fin, el caso es que, rebuscando en mi agenda (sí, ese cuaderno con tapas de hule negro que tan útil resulta en cualquier circunstancia), he encontrado el teléfono de un antiguo, muuuuy antiguo flirt que, de ser ciertos los últimos rumores, ha terminado militando en las hordas del vicio. Ignoro si en la actualidad ejerce como mercenario o sólo como raterillo –me inclino más (yo siempre me inclino más, mucho más) por lo segundo–, pero el caso es que le he facilitado su número, para que le plantee sus demandas, que en el caso de Doremi, as far as I can remember, pueden llegar a ser muchas y muy variadas.
Bueno, el caso es que me he planteado si no soy Yo quien debería de hacer uso de semejante contacto (mi paso por las cloacas se saldó con resultados francamente escalofriantes, ya que no en mi reputación al menos sí en mi cutis). Un tiro en la nuca (bueno, en realidad tres: uno por cabeza) y, después, el silencio. El bendito silencio...
Pero no. Me temo que ni ellas ni Yo nos merecemos eso. Recurrir a ex laisons-carne-de-presidio para romper piernas ajenas siempre me ha dado un poco de grima. No, no, no. Que cada palo aguante su vela. O lo que es lo mismo. A mí dame un candelabro veneciano con mucha lágrima y a ellas, un palo. Sin vela, eso sí. Candela, mucha candela. O sea. Fuego. O sea. Piromanía.
¿Dónde puedo comprar un camping-gas?
Mañana más.
martes, mayo 11, 2004
Breve encuentro
La mujer de la camelia artificial* se sienta a mi lado en la parada de autobús. Me cuesta trabajo reconocerla, aunque tengo la impresión, vaga, sí, como una huella en un cristal (graduado), de que la conozco. Cierro los ojos y trato de ubicar esa cara en el cafarnaum de mi memoria, bastante estropeada últimamente a causa del alcohol.
Al final, lo consigo: es mi homeless-fashion victim. Lavada, maquillada –o algo muy parecido–, enjaezada como una mula jerezana el día de San Antón, calzada con un par de sandalias rojas, la piel levemente coriácea –pero hay mucha gente que no es clochard y sin embargo tiene un cutis que haría las delicias de un curtidor florentino–; hecha un brazo de mar, en definitiva. Me sonríe y me guiña un ojo. Ella, claro, me ha reconocido al primer golpe de vista. Yo, sin saber muy bien por qué, me sonrojo.
–Está usted guapísima.
–Muchas gracias.
Si ha bebido, no se le nota nada; es más, ya me gustaría a mí tener la misma sobriedad la mitad de los días... Me encantaría preguntarle a dónde va a las nueve menos cuarto de la mañana, con un traje de chaqueta de tweed color coral que parece sacado del guardarropa de Margaret Rutherford. De hecho, mi homeless-fashion victim tiene hoy cierto aire a lo Miss Marple: ya sabes, querida, cuando el río suena...
Al final, no me atrevo a preguntarle nada. Tiene una mirada soñadora. Y si no fuese porque es uno de esos pensamientos que acaban por pasar factura, diría que es casi feliz. Quién sabe.
* [Sí, ya sé que hay un cuento de Santa Dorothy Parker que empieza igual, pero qué se le va hacer: la homeless-fashion victim llevaba una camelia artificial. Yo diría que, si no fuera porque las separa un abismo social (y etílico), la clochard-avant garde y mi madre podrían ser grandes amigas.]
Mañana más.
Al final, lo consigo: es mi homeless-fashion victim. Lavada, maquillada –o algo muy parecido–, enjaezada como una mula jerezana el día de San Antón, calzada con un par de sandalias rojas, la piel levemente coriácea –pero hay mucha gente que no es clochard y sin embargo tiene un cutis que haría las delicias de un curtidor florentino–; hecha un brazo de mar, en definitiva. Me sonríe y me guiña un ojo. Ella, claro, me ha reconocido al primer golpe de vista. Yo, sin saber muy bien por qué, me sonrojo.
–Está usted guapísima.
–Muchas gracias.
Si ha bebido, no se le nota nada; es más, ya me gustaría a mí tener la misma sobriedad la mitad de los días... Me encantaría preguntarle a dónde va a las nueve menos cuarto de la mañana, con un traje de chaqueta de tweed color coral que parece sacado del guardarropa de Margaret Rutherford. De hecho, mi homeless-fashion victim tiene hoy cierto aire a lo Miss Marple: ya sabes, querida, cuando el río suena...
Al final, no me atrevo a preguntarle nada. Tiene una mirada soñadora. Y si no fuese porque es uno de esos pensamientos que acaban por pasar factura, diría que es casi feliz. Quién sabe.
* [Sí, ya sé que hay un cuento de Santa Dorothy Parker que empieza igual, pero qué se le va hacer: la homeless-fashion victim llevaba una camelia artificial. Yo diría que, si no fuera porque las separa un abismo social (y etílico), la clochard-avant garde y mi madre podrían ser grandes amigas.]
Mañana más.
lunes, mayo 10, 2004
¡De no dar creditito!
No tengo palabras. El ser humano vuelve a dar otra vuelta de tuerca (es más, hace con la tuerca lo que Salomón con la columna o la serpiente, con el manzano) hasta dejarme, de nuevo, de piedra rosetta, de estuco, de no dar creditito. O sea. No credit card. O sea. Lo Peor. El género humano es Lo Peor. Una cree que va a estar preparada para el carnaval de horrores, hasta que los horrores, no contentos con ser directoras o redactoras-jefas, deciden superarse a sí mismos y ser, a su vez, un remake (de un remake de un remake de una imitación de una imitación de una imitación muy, muy zafia) de Paco Martínez Soria, en versión chapín de color hueso o Lady Botox. O sea. "Pues si aquí todas nos bajamos las bragas, tú también te las bajas". ¿Qué se puede responder a eso? No sé. Creo que voy a preguntárselo a mi abogado.
Menos mal que siempre nos quedarán personas como Madame de Sevigné, afortunadamente (para ella) ya un poco muerta, y algunos de sus consejos, como los que le dio a su nieta Marie Laure, para andar por el mundo (tomad nota, redactoras-jefas botulímicas y directoras de braga caída): no lleves más de dos colores juntos, no bebas un vaso levantando un dedo y no hagas pipí delante del hombre que te quiera.
Mañana más.
Menos mal que siempre nos quedarán personas como Madame de Sevigné, afortunadamente (para ella) ya un poco muerta, y algunos de sus consejos, como los que le dio a su nieta Marie Laure, para andar por el mundo (tomad nota, redactoras-jefas botulímicas y directoras de braga caída): no lleves más de dos colores juntos, no bebas un vaso levantando un dedo y no hagas pipí delante del hombre que te quiera.
Mañana más.
viernes, mayo 07, 2004
Living in the Gol-Gotha
—María, dame esos clavos, que tienen un empeño.
—¿Y con la mortaja qué hacemos?
—Pues qué vamos a hacer, Mari, venderla por una pasta. Tú no sabes la de fanáticos que hay...
—Aquí la tienes.
—¡¿Pero QUÉ has hecho?! ¿Pero qué engaño es este...?
—Pues la mortaja.
—Pero... ¿y la sangre? ¿Y las vísceras?
—Chica, ya sabes lo mío con la mugre. Como soy Inmaculada...
—¿Pero qué tendrá que ver el tocino con la velocidad? ¿Qué has hecho, alma de cántaro? Anda, anda, ve a la picota y al primer preso que veas en carne viva, le restriegas este jirón hasta que esté hecho un pingo...
—¿Pero cómo voy a hacer eso, en el nombre de Dios? Por los clavos de mi hijo, no puedo hacer lo que me pides. Y además, como comprenderás como Virgo Inviolata que soy no puedo llegar y restregarme contra el primer hombre medio desnudo que veo en la picota. Ya me dirás tú lo que iban a tardar todas las vírgenes de Jerusalén en ponerme como hoja de perejil, que ya sabes cómo se las gastan. Toda la vida reservándome (y tentaciones no me han faltado, a ver que te vas a creer tú, que mira qué piernas de vedette), para acabar de cualquier modo... Como una perdida.
—Anda, trae acá. Dame la mortaja. Y ahora mismo coges esa silla y la reduces a astillas, ¿me estás oyendo?
—Pero, ¿para qué?
—¿Pero es que nunca has oído hablar del merchandising, guapita de cara? ¿Tú sabes lo que puede valer un trozo de la cruz en el mercado negro? Un potosí, bonita, un potosí.
—Pero eso... Eso es un fraude.
—Y lo de tu virginidad, ¿qué? A ver si te crees que me chupo el dedo. Mi padre me lo contó todo con pelos y señales. Con muchos pelos (porque tú siempre has sido un poco hirsuta) y muchas señales (que hay que ver cómo le dejaste, hecho un ecce homo...
—Canalla. Perra. Puta de Babilonia.
—Sí, sí, todo lo perra babilónica que tú quieras. Pero tú haz lo que te digo, que yo vuelvo enseguida... Y los calzoncillos de tu hijo, ¡ni tocarlos! Que con zarraspilla cotizan mucho más.
Mañana más.
—¿Y con la mortaja qué hacemos?
—Pues qué vamos a hacer, Mari, venderla por una pasta. Tú no sabes la de fanáticos que hay...
—Aquí la tienes.
—¡¿Pero QUÉ has hecho?! ¿Pero qué engaño es este...?
—Pues la mortaja.
—Pero... ¿y la sangre? ¿Y las vísceras?
—Chica, ya sabes lo mío con la mugre. Como soy Inmaculada...
—¿Pero qué tendrá que ver el tocino con la velocidad? ¿Qué has hecho, alma de cántaro? Anda, anda, ve a la picota y al primer preso que veas en carne viva, le restriegas este jirón hasta que esté hecho un pingo...
—¿Pero cómo voy a hacer eso, en el nombre de Dios? Por los clavos de mi hijo, no puedo hacer lo que me pides. Y además, como comprenderás como Virgo Inviolata que soy no puedo llegar y restregarme contra el primer hombre medio desnudo que veo en la picota. Ya me dirás tú lo que iban a tardar todas las vírgenes de Jerusalén en ponerme como hoja de perejil, que ya sabes cómo se las gastan. Toda la vida reservándome (y tentaciones no me han faltado, a ver que te vas a creer tú, que mira qué piernas de vedette), para acabar de cualquier modo... Como una perdida.
—Anda, trae acá. Dame la mortaja. Y ahora mismo coges esa silla y la reduces a astillas, ¿me estás oyendo?
—Pero, ¿para qué?
—¿Pero es que nunca has oído hablar del merchandising, guapita de cara? ¿Tú sabes lo que puede valer un trozo de la cruz en el mercado negro? Un potosí, bonita, un potosí.
—Pero eso... Eso es un fraude.
—Y lo de tu virginidad, ¿qué? A ver si te crees que me chupo el dedo. Mi padre me lo contó todo con pelos y señales. Con muchos pelos (porque tú siempre has sido un poco hirsuta) y muchas señales (que hay que ver cómo le dejaste, hecho un ecce homo...
—Canalla. Perra. Puta de Babilonia.
—Sí, sí, todo lo perra babilónica que tú quieras. Pero tú haz lo que te digo, que yo vuelvo enseguida... Y los calzoncillos de tu hijo, ¡ni tocarlos! Que con zarraspilla cotizan mucho más.
Mañana más.
jueves, mayo 06, 2004
Periodismo creativo: crea tus propias entrevistas
Preguntas (falsas) para personajes (reales)
A Rafael Amargo: ¿Matrimonio blanco o beso negro?
A Ana Torroja: Cuando dices que estás de mierda hasta el cuello... ¿Lo dices en sentido literal?
A Raphael y Natalia Figueroa: ¿Cuál es el secreto de vuestro matrimonio? ¿Compartir peinado?
A Josep Piqué: ¿Usted* se maquilla o directamente se estuca?
* [A un ministro hay que hablarle de usted siempre, siempre, siempre, queridos colegas].
A Rocío Jurado: ¿Bombay Zaphire o Larios?
A Carmen Polo: ¿Es consciente de haber marcado tendencia en el panorama odontológico patrio?*
* [Según el Gran Chambelán J. A., C. P. de F. ha sido la única mujer de la historia capaz de llevar la dentadura postiza a juego con el collar de perlas].
A Massiel: ¿Por qué se cae usted tanto por las ventanas? ¿Por qué tiene tantos problemas con las molduras del techo? Porque eso es escayola, ¿no?
A Mariano Rajoy: ¿Con el frenillo se hace mejor...?
A Michael Jackson: ¿Te das cuenta de que cuando Jesucristo dijo aquello de: "Dejad que los niños se acerquen a mí" no lo hizo con la boca llena?
A Jodie Foster: ¿Te gustan las manualidades? ¿Unas tijeritas?
A María Barranco, Rosa María Sardá, Concha Velasco y un largo, largo, laaaargo etcétera: ¿Otra, para el camino?
A la Mari-Cheli: A tu mujer le encanta la equitación, ¿fue eso lo que te llevó a casarte con ella?
A María Teresa Campos: ¿De veras no tuviste nada que ver con el Titanic?
A Mel Gibson: ¿Por qué en tu película, si está toda hablada en latín, no se oye ni una sola vez la palabra fellatio?
Y así, hasta la náusea.
Mañana más.
A Rafael Amargo: ¿Matrimonio blanco o beso negro?
A Ana Torroja: Cuando dices que estás de mierda hasta el cuello... ¿Lo dices en sentido literal?
A Raphael y Natalia Figueroa: ¿Cuál es el secreto de vuestro matrimonio? ¿Compartir peinado?
A Josep Piqué: ¿Usted* se maquilla o directamente se estuca?
* [A un ministro hay que hablarle de usted siempre, siempre, siempre, queridos colegas].
A Rocío Jurado: ¿Bombay Zaphire o Larios?
A Carmen Polo: ¿Es consciente de haber marcado tendencia en el panorama odontológico patrio?*
* [Según el Gran Chambelán J. A., C. P. de F. ha sido la única mujer de la historia capaz de llevar la dentadura postiza a juego con el collar de perlas].
A Massiel: ¿Por qué se cae usted tanto por las ventanas? ¿Por qué tiene tantos problemas con las molduras del techo? Porque eso es escayola, ¿no?
A Mariano Rajoy: ¿Con el frenillo se hace mejor...?
A Michael Jackson: ¿Te das cuenta de que cuando Jesucristo dijo aquello de: "Dejad que los niños se acerquen a mí" no lo hizo con la boca llena?
A Jodie Foster: ¿Te gustan las manualidades? ¿Unas tijeritas?
A María Barranco, Rosa María Sardá, Concha Velasco y un largo, largo, laaaargo etcétera: ¿Otra, para el camino?
A la Mari-Cheli: A tu mujer le encanta la equitación, ¿fue eso lo que te llevó a casarte con ella?
A María Teresa Campos: ¿De veras no tuviste nada que ver con el Titanic?
A Mel Gibson: ¿Por qué en tu película, si está toda hablada en latín, no se oye ni una sola vez la palabra fellatio?
Y así, hasta la náusea.
Mañana más.
miércoles, mayo 05, 2004
Literaturoterapia
“Dios mío, me siento como un anacronismo ambulante”.
Kathleen Turner en Peggy Sue se casó
Hubo un tiempo en que las mujeres, o mejor dicho, las damas se llamaban Totora, Chita, Gugú, Niní, Nené, Bebé, Baby, Chiquita... Hoy no. Hoy las damas, o mejor dicho, las mujeres se llaman... como se llaman. O sea, llámalo por su nombre. O sea, no le llames amor cuando quieres decir sexo ni le llames sexo cuando quieres decir comida ni le llames comida cuando quieres decir hors d’oeuvres. Oh, sí. Ooooooooohhhh, sí. O sea, sí, sí, sí. ¡Hors d’oeuvres a tout les heures!
¿Qué significa esto? Pues eso: leer a Luis Escobar, marqués de las Marismas, a primera hora del día, aunque lo hagas en el underground, rodeada de freaks, es una inyección de optimismo y de bon ton que te inmuniza para el resto del día del horror cotidiano. Levanta Una la vista del libro y le vienen a las mientes las palabras de la simpatiquísima, sapientísima, hilarantísima R.: “Hija mía, esto es un Gólgota!” Gracias a Dios, siempre nos quedarán estas páginas (u otras similares; me espera una biografía de Santa Zelda Fitzgerald y otra, de Cole Porter, que no se las salta un galgo afgano) para recordarnos que hubo una vez un mundo lleno de gracia. Desaparecido, sí, pero lleno de gracia. O sea, llámame Ana. Llámame Crónica. Llámame Ana Crónica. Pero déjame con mis fantasmas. En paz.
Mañana más.
Kathleen Turner en Peggy Sue se casó
Hubo un tiempo en que las mujeres, o mejor dicho, las damas se llamaban Totora, Chita, Gugú, Niní, Nené, Bebé, Baby, Chiquita... Hoy no. Hoy las damas, o mejor dicho, las mujeres se llaman... como se llaman. O sea, llámalo por su nombre. O sea, no le llames amor cuando quieres decir sexo ni le llames sexo cuando quieres decir comida ni le llames comida cuando quieres decir hors d’oeuvres. Oh, sí. Ooooooooohhhh, sí. O sea, sí, sí, sí. ¡Hors d’oeuvres a tout les heures!
¿Qué significa esto? Pues eso: leer a Luis Escobar, marqués de las Marismas, a primera hora del día, aunque lo hagas en el underground, rodeada de freaks, es una inyección de optimismo y de bon ton que te inmuniza para el resto del día del horror cotidiano. Levanta Una la vista del libro y le vienen a las mientes las palabras de la simpatiquísima, sapientísima, hilarantísima R.: “Hija mía, esto es un Gólgota!” Gracias a Dios, siempre nos quedarán estas páginas (u otras similares; me espera una biografía de Santa Zelda Fitzgerald y otra, de Cole Porter, que no se las salta un galgo afgano) para recordarnos que hubo una vez un mundo lleno de gracia. Desaparecido, sí, pero lleno de gracia. O sea, llámame Ana. Llámame Crónica. Llámame Ana Crónica. Pero déjame con mis fantasmas. En paz.
Mañana más.
martes, mayo 04, 2004
The Lady is a Tramp
Media humanidad parece empeñada en encasquetarle una pareja a la otra media. Y Yo me pregunto: ¿acaso no puede una Mujer ser un poco casquivana sin que la tachen de puta? O mejor: ¿acaso no puedo ser puta sin que me llamen Casqui y Vana?
Pues no. Claro que no. Porque lo que Yo siempre he querido ser (o al menos llamarme) es Tramp y Vana. O sea, Ivana Trump (sin el cardado, pero con la misma pensión de divorcio).
Ay, esos ex maridos que pertenecen a la cofradía del puño... O sea, tantas melindres para acabar así: ex de Mr. Fist Fucking.
Mmmmm. Bueno, supongo que puede haber cosas peores. Que se lo digan a la ex primera dama (cada día menos dama y más ex...) ¿En qué acabará todo esto?
Mañana más.
Pues no. Claro que no. Porque lo que Yo siempre he querido ser (o al menos llamarme) es Tramp y Vana. O sea, Ivana Trump (sin el cardado, pero con la misma pensión de divorcio).
Ay, esos ex maridos que pertenecen a la cofradía del puño... O sea, tantas melindres para acabar así: ex de Mr. Fist Fucking.
Mmmmm. Bueno, supongo que puede haber cosas peores. Que se lo digan a la ex primera dama (cada día menos dama y más ex...) ¿En qué acabará todo esto?
Mañana más.
lunes, mayo 03, 2004
¿Quiere convertir su vida en un infierno de pasión y celos? Pues llame al número que aparece en pantalla
10 razones para NO mantener una relación con un actor:
1. Porque no existen los actores. Sólo las actrices.
2. Porque en un salón sólo puede haber una bata de cola. La mía.
3. Porque no me interesa el género bélico, en general; y la batalla de pestañas, en particular.
4. Porque cada polvo se convierte en una escena (y cada escena, en un polvo).
5. Porque un actor no tiene conversación, sólo diálogos.
6. Porque siempre ha sido súper fan de los Ricos y Famosos (y los actores, salvo excepciones, rara vez lo son... Ricos, básicamente).
7. Porque expresan más sentimientos de los que son capaces de sentir.
8. Porque tienen mascotas –por motivos obvios: se reconocen en ellas– y a mí no me gustan los animales. Sobre todo los vivos.
9. Porque son incapaces de adoptar determinadas posturas, o de dormir en el lado derecho de la cama, para no darte su perfil malo.
10. Porque con un poco de (mala) suerte, son más guapos que tú.
Una razón de peso para mantener una relación con un actor:
Porque cada vez que me pone la mano encima, siento como una convulsión y los pelos se me ponen como escarpias... ¡Rubor! ¡Trepidación! ¡¡¡Acoplamiento!!!
Mañana más.
1. Porque no existen los actores. Sólo las actrices.
2. Porque en un salón sólo puede haber una bata de cola. La mía.
3. Porque no me interesa el género bélico, en general; y la batalla de pestañas, en particular.
4. Porque cada polvo se convierte en una escena (y cada escena, en un polvo).
5. Porque un actor no tiene conversación, sólo diálogos.
6. Porque siempre ha sido súper fan de los Ricos y Famosos (y los actores, salvo excepciones, rara vez lo son... Ricos, básicamente).
7. Porque expresan más sentimientos de los que son capaces de sentir.
8. Porque tienen mascotas –por motivos obvios: se reconocen en ellas– y a mí no me gustan los animales. Sobre todo los vivos.
9. Porque son incapaces de adoptar determinadas posturas, o de dormir en el lado derecho de la cama, para no darte su perfil malo.
10. Porque con un poco de (mala) suerte, son más guapos que tú.
Una razón de peso para mantener una relación con un actor:
Porque cada vez que me pone la mano encima, siento como una convulsión y los pelos se me ponen como escarpias... ¡Rubor! ¡Trepidación! ¡¡¡Acoplamiento!!!
Mañana más.
domingo, mayo 02, 2004
Otra vez, con mi baraja de naipes
"El amor romántico es fatal, [...] porque cuando uno se embarca en una aventura así debe estar preparado a perderlo casi todo".
Anita Brookner, Una amiga inglesa
Acabo de colgar el teléfono y se me han llenado los ojos de lágrimas, porque he reconocido lo que sentí una vez y me juré que nunca volvería a hacerme daño. Pero al final, terminamos siendo una nueva versión, corregida y aumentada, de lo que renegamos. Patéticas caricaturas de nosotros mismos, por mucho nos que prometimos, como el cuervo de Poe, aquello de nunca más, nunca más, nunca más. Pues no. Al final, nunca más es nunc dimitis ("Ahora, Señor, despides a tu siervo en paz, conforme a tu Palabra; porque han visto mis ojos tu salvación") y poco más.
He colgado y he oído los ecos de las cuevas de Marabar..., y me he preguntado cuándo acabó. ¿Cuándo acabó? ¿Cuando me puse a gritar en medio de la calle, llorando a lágrima viva, golpeando el portero automático mientras vociferaba "hijo de puta, no tienes derecho" (cuando sí lo tenía; tenía todos los derechos)? ¿Cuando me hundí en el silencio y le miraba como a un enemigo? ¿Cuando me emborrachaba con la sensacíón de cometer una traición y la certeza de que cada una de mis resacas le sumía en el desconcierto y el horror?
No. Fue cuando descubrí que la hornacina estaba vacía. Cuando descubrí que también él podía estar asustado, que una hipoteca tenía —y tiene, supongo— más peso que el respeto o el amor, o algo parecido al amor. Cuando me vi llorando a solas por las calles, como una patética o peor, como Marisa Paredes en La flor, por algo que no tenía razón de ser pero que se le escapó de las manos y terminó por herirme. Por su perversa utilización de las citas (Evelyn Waugh y Robert Louis Stevenson). Por una mierda de contrato. Fue entonces cuando todo acabó. Cuando debí ser consciente de que después ya no quedaría más que..., más que lo que quedó. ¿Ruinas? Ni siquiera. El perfil desdibujado de lo que yo creí que podía haber sido y bla, bla, bla. Ay, Holly, qué razón llevabas: "Yo creí que era un hombre y al final ha resultado que no es más un ratón asustado" (lo de "ratón no, si acaso rata" lo dejo para ti, querida; al final resultó que era un hombre...; asustado, pero hombre al fin y al cabo).
Fui una estúpida. Fui algo peor. Fui egoísta y cobarde. Preferí ignorar la realidad tras un pálido velo de compulsión y monotonía. Los ritos, sí, esas muletas a las que he recurrido en mis peores momentos. Y todo se malogró. Y por eso lloro hoy. Porque sé que todo se malogra. Hubo un día en que podía decir: eres todo lo que tengo. Y hoy, si me esforzase, podría decir otro tanto. Pero sé que no es verdad. Todo lo que creemos tener es una ficción. Puro humo.
¿Qué fue lo que escribí poco después de saber que todo había acabado, meses antes de que al fin..., meses antes del final?
"Orgullosa y tonta. Sí. Yo soy quien necesita ayuda [me equivocaba: también él necesitaba ayuda], protección y guía. La tuya. Si me faltase tu ayuda, tu protección y mi guía... Si me faltase... Es algo que no quiero plantearme [y no lo hice; ése fue mi error]. Todas esas ausencias, todas esas faltas. Los días pasan como bisturís sobre mi espalda. Y sobre la tuya. No quiero colaborar a eso. No quiero colaborar con más crueldad (innecesaria siempre, pero en este caso más) a este desolador panorama de horcas y hogueras. No soy la respuesta de Dios a una oración en busca de guía. Lo sé. Pero no es así como quiero sentirme. No quiero sentirme mezquina. No lo soy. No quiero provocar infelicidad. Quiero otra cosa. ¿A qué aspiro? A otra cosa. A vivir, probablemente. Después de tantos años, al fin asprio a vivir. Tú quieres unas cosas, yo otras. Cuestión de prioridades. Cuestión de incompatibilidades. No sé. Quiero estar contigo, pero no es posible. Nunca me has puesto las cosas fáciles para querete. Siempre has sido distante, escéptico. Al mismo tiempo has estado a mi lado, has sido un ángel conmigo, un ángel, sí. Y nunca me has reprochado nada. Nada. Sin reproches, sin lágrimas. Así es como debería ser siempre. Así, pero no. Pocas veces lo es. Nunca. Siempre está el miedo. El miedo a no llegar, a perder el ángel o el norte o la cordura. El miedo. Y el ansia. Y tú, porque sé que siempre estás ahí. Pero al mismo tiempo no, no estás. Estoy yo. Al final tal vez sea ese el problema. Solos. Tú y yo. Como dos piedras bajo el sol, dejándose calentar por el sol, sí, hasta que están incandescentes. Algo parecido, supongo. Algo terrible.
Creo que estoy perdiendo los papeles. Creo que me voy a volver loca. Se supone que voy dando pasos en falso. Pasos en falso. ¿Para qué? ¿Desvarío? Seguramente. Yo a este paso no sé qué voy a hacer. Tengo que decirte tantas cosas. Y al mismo tiempo acabo por callar, por morderme la lengua. No quiero, no pienso volver a hacer el ridículo. Y me he sentido tan ridícula... No sé. Tal vez al final sea verdad eso de que acabamos convirtiéndonos en lo que más odiamos" [lo es: es la pura verdad].
Y sé que eso volverá a repetirse. Una y otra vez. Siempre. Por siempre jamás.
Y lo peor de todo. Voy directa al matadero con una sonrisa en la boca. Con la raja de sandía a cuestas. De nuevo. Rezo a un Dios desconocido: Ojalá sea cierto. Haz que sobreviva. Que sobreviva a esto.
Y ahora me voy. A su casa. Otra vez.
Mañana más.
Anita Brookner, Una amiga inglesa
Acabo de colgar el teléfono y se me han llenado los ojos de lágrimas, porque he reconocido lo que sentí una vez y me juré que nunca volvería a hacerme daño. Pero al final, terminamos siendo una nueva versión, corregida y aumentada, de lo que renegamos. Patéticas caricaturas de nosotros mismos, por mucho nos que prometimos, como el cuervo de Poe, aquello de nunca más, nunca más, nunca más. Pues no. Al final, nunca más es nunc dimitis ("Ahora, Señor, despides a tu siervo en paz, conforme a tu Palabra; porque han visto mis ojos tu salvación") y poco más.
He colgado y he oído los ecos de las cuevas de Marabar..., y me he preguntado cuándo acabó. ¿Cuándo acabó? ¿Cuando me puse a gritar en medio de la calle, llorando a lágrima viva, golpeando el portero automático mientras vociferaba "hijo de puta, no tienes derecho" (cuando sí lo tenía; tenía todos los derechos)? ¿Cuando me hundí en el silencio y le miraba como a un enemigo? ¿Cuando me emborrachaba con la sensacíón de cometer una traición y la certeza de que cada una de mis resacas le sumía en el desconcierto y el horror?
No. Fue cuando descubrí que la hornacina estaba vacía. Cuando descubrí que también él podía estar asustado, que una hipoteca tenía —y tiene, supongo— más peso que el respeto o el amor, o algo parecido al amor. Cuando me vi llorando a solas por las calles, como una patética o peor, como Marisa Paredes en La flor, por algo que no tenía razón de ser pero que se le escapó de las manos y terminó por herirme. Por su perversa utilización de las citas (Evelyn Waugh y Robert Louis Stevenson). Por una mierda de contrato. Fue entonces cuando todo acabó. Cuando debí ser consciente de que después ya no quedaría más que..., más que lo que quedó. ¿Ruinas? Ni siquiera. El perfil desdibujado de lo que yo creí que podía haber sido y bla, bla, bla. Ay, Holly, qué razón llevabas: "Yo creí que era un hombre y al final ha resultado que no es más un ratón asustado" (lo de "ratón no, si acaso rata" lo dejo para ti, querida; al final resultó que era un hombre...; asustado, pero hombre al fin y al cabo).
Fui una estúpida. Fui algo peor. Fui egoísta y cobarde. Preferí ignorar la realidad tras un pálido velo de compulsión y monotonía. Los ritos, sí, esas muletas a las que he recurrido en mis peores momentos. Y todo se malogró. Y por eso lloro hoy. Porque sé que todo se malogra. Hubo un día en que podía decir: eres todo lo que tengo. Y hoy, si me esforzase, podría decir otro tanto. Pero sé que no es verdad. Todo lo que creemos tener es una ficción. Puro humo.
¿Qué fue lo que escribí poco después de saber que todo había acabado, meses antes de que al fin..., meses antes del final?
"Orgullosa y tonta. Sí. Yo soy quien necesita ayuda [me equivocaba: también él necesitaba ayuda], protección y guía. La tuya. Si me faltase tu ayuda, tu protección y mi guía... Si me faltase... Es algo que no quiero plantearme [y no lo hice; ése fue mi error]. Todas esas ausencias, todas esas faltas. Los días pasan como bisturís sobre mi espalda. Y sobre la tuya. No quiero colaborar a eso. No quiero colaborar con más crueldad (innecesaria siempre, pero en este caso más) a este desolador panorama de horcas y hogueras. No soy la respuesta de Dios a una oración en busca de guía. Lo sé. Pero no es así como quiero sentirme. No quiero sentirme mezquina. No lo soy. No quiero provocar infelicidad. Quiero otra cosa. ¿A qué aspiro? A otra cosa. A vivir, probablemente. Después de tantos años, al fin asprio a vivir. Tú quieres unas cosas, yo otras. Cuestión de prioridades. Cuestión de incompatibilidades. No sé. Quiero estar contigo, pero no es posible. Nunca me has puesto las cosas fáciles para querete. Siempre has sido distante, escéptico. Al mismo tiempo has estado a mi lado, has sido un ángel conmigo, un ángel, sí. Y nunca me has reprochado nada. Nada. Sin reproches, sin lágrimas. Así es como debería ser siempre. Así, pero no. Pocas veces lo es. Nunca. Siempre está el miedo. El miedo a no llegar, a perder el ángel o el norte o la cordura. El miedo. Y el ansia. Y tú, porque sé que siempre estás ahí. Pero al mismo tiempo no, no estás. Estoy yo. Al final tal vez sea ese el problema. Solos. Tú y yo. Como dos piedras bajo el sol, dejándose calentar por el sol, sí, hasta que están incandescentes. Algo parecido, supongo. Algo terrible.
Creo que estoy perdiendo los papeles. Creo que me voy a volver loca. Se supone que voy dando pasos en falso. Pasos en falso. ¿Para qué? ¿Desvarío? Seguramente. Yo a este paso no sé qué voy a hacer. Tengo que decirte tantas cosas. Y al mismo tiempo acabo por callar, por morderme la lengua. No quiero, no pienso volver a hacer el ridículo. Y me he sentido tan ridícula... No sé. Tal vez al final sea verdad eso de que acabamos convirtiéndonos en lo que más odiamos" [lo es: es la pura verdad].
Y sé que eso volverá a repetirse. Una y otra vez. Siempre. Por siempre jamás.
Y lo peor de todo. Voy directa al matadero con una sonrisa en la boca. Con la raja de sandía a cuestas. De nuevo. Rezo a un Dios desconocido: Ojalá sea cierto. Haz que sobreviva. Que sobreviva a esto.
Y ahora me voy. A su casa. Otra vez.
Mañana más.
sábado, mayo 01, 2004
El descanso de La Amazona
Me dirijo a mi lecho, con el cuerpo levemente maltrecho (NO, una rotunda negración a la prosa poética), tras una noche maravillosa que, más que noche, ha sido como un Nuevo Amanecer de la Creación. Si el sexo era ESTO... ¿Qué he estado haciendo en los últimos años de mi vida?
Tendré que ponerme una mascarilla de ácido prúsico si quiero borrar esta sonrisa demente de mi cara. Otra vez a rastras con la raja de sandía...
¿Volveré a hacer el ridículo? Probablemente. Llámame patética. Sí, llámame lo que quieras, pero por el amor de Dios, llámame.
Mañana más (¡¡¡eso espero!!!).
Tendré que ponerme una mascarilla de ácido prúsico si quiero borrar esta sonrisa demente de mi cara. Otra vez a rastras con la raja de sandía...
¿Volveré a hacer el ridículo? Probablemente. Llámame patética. Sí, llámame lo que quieras, pero por el amor de Dios, llámame.
Mañana más (¡¡¡eso espero!!!).